
estas alturas, seguir discutiendo si Bolivia necesita más Estado o más mercado es una pérdida de tiempo pues ambas rutas fracasaron. La verdadera pregunta es otra: ¿cómo limitamos el poder, venga de donde venga?
Porque el problema no es el Estado en sí, ni el mercado en sí. El problema es su impunidad. Su impunidad para operar sin rendir cuentas, para imponer sus reglas por encima de la sociedad, para enriquecerse sin redistribuir, para fallar sin consecuencias. Bolivia lleva décadas atrapada entre un Leviatán hipertrofiado —centralista, clientelar y muchas veces incompetente— y una Mano Invisible que en realidad es todo menos invisible: evasora, monopólica, informal y profundamente injusta. Ambos poderes, el estatal y el económico, han sido utilizados para proteger intereses particulares, no para construir un país equitativo.
Y por eso necesitamos un nuevo pacto: enjaular al Estado y al mercado.
No se trata de una metáfora carcelaria y punitiva, sino de un principio político: poner límites normativos, institucionales y democráticos al ejercicio del poder, sea público o privado. Que el Estado no actúe como patrón autoritario, y que el mercado no funcione como coto privado de acumulación descontrolada. Ambos deben someterse a reglas, controles y sanciones. Ambos deben estar al servicio del bien común.
¿Dónde empieza esta jaula? En la claridad funcional. Bolivia no ha resuelto aún una cuestión básica: ¿qué debe hacer el Estado y qué debe dejar hacer al mercado? Hoy, cualquier autoridad justifica cualquier intervención en nombre del “interés público”, y cualquier empresa privada actúa como si no tuviera responsabilidad social, ambiental o fiscal. Hay que trazar la cancha: sectores estratégicos donde el Estado sea rector, sectores competitivos donde solo regule, y actividades donde sea un actor subsidiario. Pero hacerlo por ley, con criterios técnicos y sin ideología.
Otra jaula clave es la de la transparencia. Hoy, tanto el Estado como los grandes conglomerados económicos operan en la oscuridad. Contratos públicos que nadie ve, licitaciones manipuladas, balances financieros sin auditorías, decisiones regulatorias tomadas entre cuatro paredes. Así no se construye confianza. Así se cultiva corrupción, evasión y cinismo. Y luego está la jaula más débil de todas: la fiscal. En Bolivia, el que menos gana es el que proporcionalmente más paga. Los impuestos más importantes son el IVA y las utilidades, mientras las grandes fortunas, las transacciones financieras, las tierras improductivas o las rentas digitales siguen sin tributación real. Eso no es eficiencia tributaria, es injusticia estructural.
Lo mismo pasa con el mercado: está lleno de distorsiones que nadie quiere corregir. Monopolios disfrazados de libre competencia, informalidad elevada a cultura, especulación con alimentos y medicinas, y un contrabando que dinamita cualquier intento de política económica seria. Si el mercado sigue funcionando así, no hay innovación posible. Hay caos. Y si no se enjaula, seguirá premiando al más fuerte, al más rápido y al menos escrupuloso.
En paralelo, el Estado ha sido capturado por la lógica de partido, no de servicio público. Empresas públicas manejadas como botín, decisiones económicas dictadas por el cálculo electoral, y gasto público orientado al clientelismo. Sin control social, sin independencia judicial y con un Congreso subordinado, el Estado no es garante del interés general: es instrumento del poder de turno.
¿Queremos cambiar eso? Entonces toca enjaular también al Leviatán. Fortalecer la Contraloría, blindar a las autoridades de fiscalización, profesionalizar la administración pública y, sobre todo, garantizar que el control social no sea decorativo. Que existan auditorías externas, que los ciudadanos tengan voz vinculante en presupuestos, y que el Estado publique todo, todo el tiempo.
Y no olvidemos lo ambiental. La minería informal, por ejemplo, opera como un poder paralelo: contamina, evade, explota. ¿Y qué hace el Estado? Nada, porque tiene miedo de tocar intereses. Pero gobernar también es poner límites a los que destruyen. Por eso urge aplicar el principio de quien contamina paga, exigir informes de sostenibilidad y castigar a quienes violan normas laborales y ecológicas.
¿Es mucho pedir? Tal vez. Pero no es una utopía. De hecho, ya es tarde para no intentarlo. Bolivia está llegando a un punto de no retorno: sus instituciones están desgastadas, la polarización lo contamina todo, y el crecimiento económico se agota sin redistribución ni diversificación. Si no se enjaula el poder ahora, vendrán nuevas formas de autoritarismo, nuevas élites impunes y una sociedad más desigual aún.
La salida no es el viejo debate entre privatizar o estatizar. La salida es democratizar el poder económico, desde abajo. Con descentralización fiscal real. Con participación ciudadana en los directorios de las empresas públicas. Con instituciones híbridas —ni estatales ni privadas— que combinen eficiencia con control social. Con justicia tributaria. Con reglas claras para todos.
Porque el poder sin jaula siempre se pudre. Y Bolivia ya tiene demasiadas jaulas sociales como para no ponerle una al poder.
Jorge Kafka es politólogo.
El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.
