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olivia enfrenta una de las crisis más profundas y estructurales de su historia reciente. Se entrelazan en ella el colapso económico, la descomposición institucional y la polarización social, dando lugar a un escenario que no es un episodio más en la larga cadena de conflictos, sino la evidencia de un modelo económico, político y social que ha llegado a su punto de agotamiento.

El modelo económico basado en la exportación de recursos naturales, particularmente gas natural, ha entrado en fase terminal. En 2025, la producción nacional de gas ha caído de manera crítica, lo que obligará al país a importar gas licuado de petróleo (GLP) y, posiblemente, gas natural a partir de 2028. Esta caída energética se combina con un desplome de las reservas internacionales netas del Banco Central de Bolivia: de 15.000 millones de dólares en 2014 a apenas 1.976 millones en 2024, compuestas mayoritariamente por oro, lo que limita gravemente la capacidad de importación de insumos estratégicos.

A esta situación se suma una escasez crónica de combustibles. Las largas filas para adquirir gasolina y diésel en ciudades como La Paz, El Alto y Santa Cruz reflejan una pérdida de autosuficiencia energética. Mientras tanto, el control de divisas ha fracasado: el dólar paralelo se cotiza en alrededor de 16 bolivianos frente al tipo oficial de 6,96, provocando una paralización de importaciones debido a la falta de divisas en bancos y casas de cambio.

La economía muestra síntomas alarmantes: el Fondo Monetario Internacional proyecta una inflación del 15,8% para 2025, una de las más altas de las últimas décadas. El crecimiento del PIB será marginal: 1,1% este año y 0,9% en 2026. Esta situación golpea directamente a los hogares bolivianos: el precio del pollo y el arroz se ha duplicado en menos de un año, conseguir aceite es una odisea y el pan ha subido más del 25% en varias regiones del país.

El modelo político neopopulista, centrado en la movilización de masas, ha perdido efectividad. El país se desliza hacia una creciente fragilidad estatal, como alerta el Fragile States Index 2024, y hacia un Estado funcional a redes ilícitas como el narcotráfico, el contrabando y la cleptocracia. Este “Estado enquistado” exhibe síntomas de colapso parcial.

La infiltración del narcotráfico en instituciones clave como la Policía y la Fuerza Especial de Lucha contra el Narcotráfico, junto a la existencia de zonas sin presencia estatal —como el Chapare, la frontera con Brasil o algunas comunidades indígenas— y la actuación de grupos armados irregulares, evidencian un Estado que ha perdido el monopolio legítimo de la violencia.

El sistema de partidos atraviesa una crisis de legitimidad. Las viejas estructuras hegemónicas se han fracturado, y en su lugar emergen actores sin propuestas ni cohesión. Las narrativas ideológicas han perdido sentido: izquierda y derecha se confunden en una competencia desesperada por el control del aparato estatal. Los partidos se han convertido en cascarones vacíos donde conviven candidatos sin militancia, partidos sin liderazgos y líderes sin seguidores.

El enfrentamiento entre el Ejecutivo y el Legislativo, dominado por distintas facciones del MAS y bloques opositores, ha paralizado funciones esenciales como la aprobación de leyes. La fragmentación de poder y las luchas internas han derivado en una implosión política que amenaza con descomponer por completo el sistema institucional.

Uno de los momentos más graves de esta crisis fue la autoprórroga de magistrados del Tribunal Constitucional y del Órgano Judicial en 2024. A pesar de haberse realizado elecciones judiciales parciales, varias autoridades decidieron mantenerse en sus cargos con apoyo político, violando principios constitucionales y generando un rechazo generalizado en la población. La justicia, ya débil, ha quedado completamente desacreditada.

La cohesión social también se desmorona. Las tensiones raciales y regionales se agudizan entre el eje Santa Cruz–Occidente, con discursos separatistas y ultranacionalistas que circulan ampliamente en redes sociales y medios. Las comunidades indígenas enfrentan a sectores urbanos, los jóvenes se ven excluidos y sin futuro, y proliferan grupos armados en distintas zonas del país, configurando un escenario de alta conflictividad social.

La conjunción de crisis económica, colapso institucional y polarización social ha llevado a Bolivia a una situación límite. No se trata de una crisis pasajera, sino de una encrucijada histórica que exige respuestas estructurales. La salida no puede consistir en restaurar el pasado, sino en rediseñar profundamente las relaciones entre el Estado, la economía y la sociedad. El tiempo para actuar se acorta peligrosamente. La ventana para evitar el colapso total está a punto de cerrarse.

Jorge Kafka es politólogo.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.