
l concepto de Estado fallido no puede ser tomado a la ligera: denota un Estado cuya estructura institucional ha colapsado parcial o totalmente, de modo que va perdiendo su capacidad de garantizar el orden interno, hacer cumplir la ley, brindar servicios públicos básicos ni mantener legitimidad ante su población y la comunidad internacional. Un Estado fallido no desaparece del mapa ni se extingue físicamente; suele existir como una apariencia institucional vacía, superpuesta a redes paralelas de poder o informalidad estructural.
Durante su discurso del 28 de julio de 2025, Boluarte aseguró que el Perú evitó seguir un sendero que lo habría hecho compararse con países fallidos como Bolivia, Cuba o Venezuela -describiéndolos como “un país sin inversiones, sin obras ejecutadas, con mayor pobreza”. La indignación en Bolivia no tardó en manifestarse: el candidato a la presidencia Samuel Doria Medina le respondió que “Bolivia no es un país fallido”, apelando a los 200 años de construcción nacional, soberanía territorial y capacidad de superar crisis.
Esta polémica externa introduce una clave: ¿refuerza el diagnóstico interno o lo desestima como un dislate retórico? Bolivia enfrenta un debilitamiento evidente del Estado de derecho. Los tres Órganos del poder público -Judicial, Electoral, Ejecutivo- han sido señalados con el estigma de la cooptación política, las decisiones arbitrarias, la manipulación y la extralimitación de funciones. La Asamblea Legislativa Plurinacional, por su parte, se ha convertido en una entidad paralizada y enguerrillerada.
El monopolio legítimo de la violencia está en disputa: en regiones como el Trópico cochabambino o en localidades de la parte occidental del país, operan sin control estatal milicias parapoliciales, redes narcosindicales y mineras ilegales. En entornos rurales y fronterizos, el Estado ha sido desplazado como actor efectivo y son otros señores los que gobiernan esos territorios, al margen de la ley y de las fuerzas de seguridad. Bolivia sufrió con la caída del superciclo de materias primas que impulsó el crecimiento entre 2005 y 2014. Actualmente, Bolivia enfrenta un marcado déficit fiscal, más del 10% del PIB, la presión sobre sus reservas internacionales que, a pesa de tener un leve repunte a julio de este año, $us 2.807 millones, está muy lejos de recuperarse; a ello se suma, la persistente escasez de dólares y una deuda creciente, $us. 13.805,6 millones. El 80 % del empleo sigue siendo informal, y la economía carece de encadenamientos productivos. El Estado se vuelve inestable cuando no puede sostener servicios ni finanzas públicas funcionales.
Aunque la Constitución de 2009 prometió un Estado Plurinacional descentralizado, en la práctica persisten extensos espacios regionales sin presencia estatal efectiva: varios municipios tienen escaso acceso a policía, justicia o servicios básicos, mientras organizaciones sociales locales capturan funciones públicas. Este vacío se traduce en conflictos territoriales irresueltos.
La política boliviana atraviesa un punto crítico: el poder del MAS se ha fragmentado tras Evo Morales; la oposición no articula un proyecto sólido y también se ha fragmentado. Las elecciones de 2025 (y posiblemente 2026) giran en torno a caudillos, no partidos integrados ni programas de largo plazo. La ciudadanía, sumergida en un mar de corrupción y abuso de poder, se distancia de los procesos electorales y se inclina hacia el voto protesta o la protesta directa no articulada.
Actividades como el narcotráfico, la minería ilegal, contrabando o tráfico de tierras ya no son marginales: en amplias regiones definen la realidad económica y la estructura de poder local. Estas redes, protegidas o toleradas por autoridades, actúan como verdaderos gobiernos paralelos, reproduciendo una estructura de Estado capturado.
Puntualizar que Bolivia tiene múltiples signos propios de un Estado fallido no implica negar su existencia formal. El país conserva Constitución, gobiernos, fuerzas armadas y presencia diplomática global. No obstante, numerosos indicadores muestran deterioro funcional y simbólico: legitimidad cuestionada, servicios mínimos debilitados, disputa armada e informalidad estructural.
Boluarte equipara a Bolivia con los ejemplos extremos de Cuba o Venezuela, apuntando a un déficit de inversión y desarrollo. Si bien eso es una sobre simplificación interesada, no es del todo erróneo reconocer que el país enfrenta una crisis sistémica, que algunos actores internos describen como un Estado en disputa.
La mención de Dina Boluarte ha sacudido el debate latinoamericano, pero esa crítica externa no es el origen del problema: es un eco amplificado de la fragilidad que ya existe en Bolivia. La disrupción boliviana no se debe a la percepción peruana, sino a la falta de reformas estructurales para reconstituir instituciones fuertes, economía diversificada, representación democrática plural y presencia estatal efectiva en todo el territorio.
Bolivia no es un Estado colapsado del todo, pero tampoco uno plenamente funcional. Está en una pendiente peligrosa: si no se actúa con oportunidad, el diagnóstico de “Estado fallido” podría dejar de ser metafórico. No podemos cerrar los ojos ante lo evidente.
Jorge Kafka es politólogo.
El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.
