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n el horizonte electoral boliviano de 2025 se dibuja un escenario inédito: la política se encuentra atravesada por un proceso de plebeyización, entendido como la irrupción de actores sociales y políticos no tradicionales que reconfiguran las formas de representación, el discurso y las dinámicas de poder. Este fenómeno no es nuevo en América Latina, pero adquiere en Bolivia una tonalidad particular, marcada por la herencia del Estado Plurinacional, la crisis económica y una polarización que parece agudizarse regionalmente.

La disputa presidencial entre Tuto Quiroga, referente de una tradición neoliberal y tecnocrática, y figuras como Rodrigo Paz y Edmand Lara, portadores de un neopopulismo híbrido, revela la profundidad de esta transformación. No se trata solo de candidatos, sino de expresiones simbólicas de proyectos políticos que buscan sintonizar con un nuevo sujeto social plebeyo, ansioso de reconocimiento tras el derrumbe de la narrativa indígena, pero también atrapado en contradicciones estructurales.

Desde la fundación del Estado Plurinacional en 2009, la política boliviana ha vivido un proceso de democratización de las élites: sectores históricamente marginados ingresaron en espacios de poder. Sin embargo, el ciclo actual va más allá: la plebeyización de la política significa que los referentes políticos ya no surgen únicamente de partidos organizados ni de trayectorias estatales sólidas, sino de redes sociales, clanes familiares, liderazgos locales y movimientos informales.

El ciudadano que respalda estas expresiones combina elementos contradictorios: defiende los beneficios del Estado Plurinacional (subsidios, acceso a educación superior gratuita, programas de redistribución); aspira a la modernidad y el consumo globalizado, imitando estilos de vida occidentales y demandando tecnología, digitalización y movilidad social rápida y se mueve en la informalidad bordeando la ilegalidad, donde el contrabando, narcotráfico, comercio callejero y microemprendimientos se constituyen la base material de su supervivencia.

Este actor político plebeyo no busca una ruptura con el sistema, sino su reapropiación desde abajo, lo que genera un escenario de tensión permanente entre lo formal e informal, lo legal e ilegal.

El contraste electoral en esta segunda vuelta es elocuente. Tuto Quiroga, representante del neoliberalismo clásico, apela al discurso de la estabilidad macroeconómica, la institucionalidad y la reinserción en los mercados internacionales. Su narrativa remite a los años noventa, donde la política se basaba en acuerdos cupulares, organismos financieros internacionales y un horizonte tecnocrático de modernización.

Frente a él, Rodrigo Paz y Edmand Lara encarnan un neopopulismo que no es idéntico al del ciclo evista, pero que conserva algunos rasgos fundamentales: la interpelación directa al pueblo, el uso intensivo de símbolos emocionales y el distanciamiento de la política tradicional. No obstante, este neopopulismo se viste de modernidad, con un lenguaje más cercano a las redes sociales, una estética juvenil y promesas de desarrollo tecnológico y apertura global.

El dilema es claro: mientras Quiroga intenta restaurar la centralidad de las élites políticas tradicionales con base en la parte oriental del país, Paz y Lara capitalizan la plebeyización como narrativa de renovación, aunque sus bases materiales estén atravesadas por la fragilidad de la economía informal, principalmente en la zona andina.

La plebeyización de la política boliviana se desenvuelve en una paradoja profunda: el mismo sujeto que demanda derechos sociales y modernidad tecnológica depende de prácticas ilegales e informales para sobrevivir. El contrabando, que dinamiza economías regionales enteras, y el narcotráfico, que provee recursos a sectores marginados, se convierten en el trasfondo silente de la política electoral.

Esto genera una doble moral social: por un lado, se exige institucionalidad y Estado fuerte; por otro, se toleran y reproducen prácticas que minan la legalidad. En ese intersticio crece el neopopulismo, que ofrece reconocimiento simbólico y promesas de ascenso rápido, sin resolver las contradicciones estructurales.

Bolivia atraviesa una triple crisis: económica, con la caída de reservas internacionales, el déficit fiscal persistente y el agotamiento del ciclo de los recursos naturales; política e institucional, marcada por la desconfianza en partidos, la debilidad de la justicia y la fragmentación del sistema político y; social, expresada en el miedo de clases medias y sectores populares a perder los beneficios alcanzados en la era plurinacional.

En este marco, la plebeyización puede convertirse en un motor democratizador, al abrir espacio a nuevos actores y sensibilidades, o en un callejón sin salida, si queda atrapada en el cortoplacismo del populismo electoral y la economía ilegal. El proceso electoral de 2025 no se reduce a la disputa entre candidatos, sino a la confrontación de dos imaginarios: el de una Bolivia que quiere volver a la estabilidad neoliberal y el de otra que apuesta por un neopopulismo plebeyo, globalizado y contradictorio.

La plebeyización de la política no es solo un cambio de estilos o discursos, sino la emergencia de un sujeto que exige ser parte del futuro del país, aunque lo haga desde los márgenes de la legalidad y con aspiraciones que chocan con las limitaciones del modelo económico actual.

En última instancia, la gran pregunta es si esta plebeyización será capaz de transformarse en un proyecto político sostenible, capaz de articular modernidad, institucionalidad y reconocimiento social, o si se reducirá a un momento efímero de populismo electoral.

Jorge Kafka es politólogo.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.