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as elecciones nacionales de agosto de 2025 marcaron un punto de inflexión en la historia política boliviana. El resultado no solamente muestra un cambio de autoridades; significó una transformación en la correlación de fuerzas, la emergencia de nuevos actores y la redefinición de las prácticas políticas que habían dominado el escenario desde comienzos del siglo XXI. Lo que ocurrió en Bolivia no puede leerse, por tanto, como un simple relevo de candidatos: fue el inicio de un cambio estructural que reconfigura las bases mismas de la política nacional.

El Movimiento Al Socialismo (MAS) fue el actor central de la política boliviana durante casi dos décadas. Desde 2006, con Evo Morales en la presidencia, el MAS construyó un proyecto de poder que combinó una visión nacionalista de los recursos naturales y de la lucha contra las drogas, políticas redistributivas y un fuerte componente simbólico-identitario. Sin embargo, las elecciones de 2025 revelaron que esta hegemonía se había desgastado al punto de implosionar.

El MAS llegó fragmentado al proceso electoral y dividido entre corrientes internas, debilitado por luchas caudillistas y sin un proyecto renovado. La narrativa que antes movilizaba, la del “proceso de cambio” como horizonte histórico, ya no tiene poder de convocatoria. Lo que predominó fue la percepción de un partido aferrado al pasado, más preocupado en la pugna interna que en la propuesta nacional.

El derrumbe no fue producto de un solo evento, sino de un proceso acumulativo: corrupción, falta de renovación, clientelismo, exclusión de cuadros jóvenes y una desconexión creciente entre base y dirigencia y con las nuevas sensibilidades urbanas. Su implosión abrió un vacío que fue rápidamente ocupado por nuevas fuerzas políticas.

El resultado electoral evidenció un cambio estructural en la correlación de fuerzas y un nuevo posicionamiento de las fuerzas que llegaron al parlamento a redefinir el sistema de partidos. Por primera vez en dos décadas, el MAS no solo perdió el poder central, sino que además fue desplazado como actor articulador del sistema político.

Este reacomodo tiene varias dimensiones: la primera de ellas se refiere al bloque emergente. Fuerzas políticas de centro y centroizquierda, articuladas en torno a liderazgos más jóvenes, lograron construir un frente amplio que capitalizó el cansancio con la política tradicional. Estos actores no se identifican con los viejos clivajes del siglo XX (izquierda/derecha, campo/ciudad), sino con nuevas agendas: una relación más directa con la gente en términos territoriales y digitales, ofertas electorales movilizadoras y pragmáticas que atienden a lo individual inmediato antes que a soluciones colectivas de mediano y largo plazo.

La segunda, tiene que ver con el debilitamiento del bloque de actores tradicionales. Tanto el MAS como los partidos conservadores tradicionales perdieron protagonismo. El primero por implosión interna, los segundos por falta de propuestas que conectaran con la juventud, las clases medias emergentes y con los sectores populares que anteriormente dieron su apoyo al MAS y que hoy en día se quedaron huérfanos de referentes políticos.

Por último, un fenómeno relativamente nuevo emergió en el proceso electoral, la centralidad de la juventud. El voto joven (18-35 años) fue decisivo. Esta generación, marcada por el desempleo, la crisis económica y la revolución digital, se inclinó hacia candidaturas que ofrecieron soluciones inmediatas y que proyectaran una imagen fresca de la política.

Lo que sorprendió a muchos fue la irrupción de actores no convencionales en el escenario político. Si bien existían liderazgos emergentes desde hace algunos años, las elecciones de 2025 confirmaron su consolidación.

Emergieron también en este proceso, movimientos ciudadanos urbanos. Colectivos de base barrial, ambientalistas y tecnológicos jugaron un papel clave. Muchos de ellos transformaron su activismo en plataformas electorales. Lo nuevo de este proceso electoral a diferencia de los anteriores fue evidenciar el poder de lo digital. La campaña 2025 fue la primera en la que la arena digital se impuso sobre los medios tradicionales. TikTok y foros digitales fueron más influyentes que los debates televisivos. Los algoritmos y la microsegmentación reemplazaron al viejo mitin de masas.

El otro rasgo distintivo de la elección 2025 fue la confrontación entre dos estilos de campaña. Por un lado, la apelación a la razón: programas, planes de gobierno y propuestas de mediano y largo plazo proyectado a partir de medios de comunicación tradicionales y redes sociales, enfocado prioritariamente en Santa Cruz. Por el otro, la apelación a la emoción con mensajes breves, símbolos, canciones, memes y un discurso que se instalaba en la inmediatez dejando de lado el bien común, y un trabajo territorial concentrado en la parte occidental del país.

El MAS, acostumbrado a movilizar a partir de lo identitario, quedó atrapado en una narrativa repetitiva. Los nuevos actores, en cambio, supieron combinar lo emocional con lo racional: por un lado, ofrecieron esperanza, frescura y un lenguaje emocional cercano; por otro, mostraron capacidad técnica para plantear soluciones a problemas urgentes como la inflación, el desempleo y la inseguridad.

La elección también fue una disputa entre lo inmediato y el largo plazo. Mientras el MAS insistía en promesas de subsidios y beneficios inmediatos, los nuevos liderazgos se arriesgaron a ir aún más lejos con la oferta de aumentar los montos de bonos y beneficios inmediatos de manera segmentada. La clave estuvo en que lograron articular estas propuestas del presente con la urgencia y pragmatismo de lo popular y juvenil.

Las elecciones 2025 confirmaron que la política boliviana ha entrado en la era del espectáculo digital y el retorno a las campañas territoriales directas. Las redes sociales se convirtieron en el principal campo de batalla. No se trató solo de transmitir discursos, sino de construir experiencias digitales capaces de generar identificación emocional.

Los candidatos que entendieron esta lógica lograron ventaja: supieron viralizar mensajes, crear comunidades digitales y generar interacción constante. La política pasó de ser un acto de masas en plazas públicas a convertirse en un performance multiplataforma.

El cambio político estructural que vive Bolivia tras agosto de 2025 no es un episodio aislado, sino el inicio de un ciclo. Este cambio puede resumirse en las siguientes transformaciones. La primera identifica el paso del partido-máquina al movimiento-red: los viejos partidos verticales ceden paso a plataformas flexibles y descentralizadas, conectadas a través de redes digitales y sociales.

De la hegemonía a la competencia plural: el MAS ya no organiza el sistema político; en su lugar emerge un escenario más competitivo, con actores múltiples y sin un claro dominador. Ante la ausencia de un hegemon, el principio organizador del sistema político queda aún sin precisar, atrapado en un tablero de juego anárquico.

De la política ideológica a la política práctica: los nuevos liderazgos no se definen por ideologías rígidas, sino por propuestas pragmáticas y focalizadas en resultados. Las grandes narrativas de un proyecto de sociedad plurinacional y con base indígena queda debilitada en espera de una nueva que refleja la nueva realidad social y política y los nuevos soportes del poder.

De la plaza pública al algoritmo: la centralidad del espacio digital redefine la manera en que se construyen liderazgos, se articulan campañas y se disputan las emociones colectivas. La elección nacional de 2025 marcó el fin de la hegemonía del MAS y el inicio de un nuevo ciclo político en Bolivia. Más allá de quién gobierne, lo que está en juego es la configuración misma del sistema político: nuevos actores, nuevas prácticas, nuevas formas de movilizar emociones y racionalidades.

Bolivia enfrenta ahora el reto de convertir este cambio estructural en un proceso que no solo renueve las élites, sino que también transforme la relación entre ciudadanía y política. La clave estará en si los nuevos liderazgos logran mantener el equilibrio entre las demandas inmediatas y los desafíos de largo plazo.

Lo cierto es que, después de agosto de 2025, Bolivia ya no es la misma. Un ciclo se cerró, otro se abrió. La política boliviana entró definitivamente en la era de la incertidumbre y transición hacia un destino no previsto.

Jorge Kafka es politólogo.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.