
ass recientes declaraciones del candidato presidencial chileno Johannes Kaiser, en las que calificó a Bolivia de “país incivilizado”, que “La Paz dejará de llamarse así” si no se somete a sus condiciones del país vecino y la amenaza de cerrar la frontera, constituyen un hecho político y geoestratégico de alta gravedad. No se trata solo de un exabrupto retórico de campaña, sino de una manifestación ideológica que busca reconfigurar la relación entre Chile y Bolivia bajo una lógica de subordinación, exclusión y amenaza. Analizadas desde la perspectiva boliviana, las palabras de Kaiser revelan riesgos concretos para la estabilidad fronteriza, la integración regional y la paz en el Cono Sur.
Kaiser, representante de la extrema derecha chilena, ha construido su discurso sobre la base de un nacionalismo excluyente y punitivo. Su advertencia de que “en La Paz lo van a pasar muy mal” si Bolivia no “colabora” en el control fronterizo, va más allá del populismo autoritario: busca reinstalar la idea de una jerarquía civilizatoria en el Cono Sur, en la que Chile se asume como potencia moral y disciplinadora frente a sus vecinos “incumplidores”.
Desde la óptica de las relaciones internacionales, este tipo de declaraciones vulnera el principio de igualdad soberana de los Estados y constituye una forma de violencia simbólica. Bolivia, históricamente afectada por la pérdida de su litoral y por una relación desigual con Chile, recibe el mensaje como una provocación que reabre heridas históricas. En política exterior, las palabras tienen peso estratégico: generan percepciones, condicionan respuestas y pueden alterar equilibrios regionales. Al sugerir incluso el cambio del nombre de la sede de gobierno boliviana, Kaiser traspasa la frontera del debate político y se adentra en un terreno de agresión simbólica directa. Se trata de un acto discursivo que intenta despojar a Bolivia de su dignidad estatal y cultural, insinuando la posibilidad de una dominación violenta. Aunque no haya una amenaza militar explícita, la connotación es clara: imponer por la fuerza una “corrección” a la identidad boliviana.
La aparición de figuras como Kaiser debe leerse dentro de un contexto geopolítico más amplio. En América del Sur, las derechas radicales han ganado terreno apelando al miedo, al orden y al nacionalismo. En Chile, su discurso se nutre del desencanto ciudadano con la política tradicional y del temor ante la migración y la inseguridad. En ese marco, Bolivia aparece como chivo expiatorio: un “otro” al que se puede culpar por problemas internos chilenos.
La geopolítica andina contemporánea está marcada por interdependencias estructurales: comercio, rutas de exportación, recursos hídricos y migración. Bolivia depende en buena parte de los puertos chilenos para su comercio exterior, y Chile se beneficia de la mano de obra y del tránsito económico boliviano. Romper esa interdependencia sería irracional desde el punto de vista económico, pero políticamente útil para un candidato que busca capitalizar resentimientos y proyectar autoridad.
En términos realistas, las palabras de Kaiser buscan reposicionar a Chile como actor disciplinador en la región. Su amenaza de cerrar fronteras y cancelar cooperación implica un modelo de relación asimétrica: la seguridad chilena estaría por encima de la estabilidad boliviana. Este enfoque contradice los principios de cooperación horizontal promovidos por la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y por la Organización de Estados Americanos (OEA).
Un cierre o endurecimiento de la frontera afectaría directamente la economía boliviana. Más del 70 % de las exportaciones bolivianas con destino al Pacífico transitan por puertos chilenos. La interrupción de esa ruta implicaría sobrecostos logísticos, pérdida de competitividad y afectación a sectores estratégicos como la minería, el gas y la agroindustria. Además, el comercio fronterizo informal y el intercambio social entre las poblaciones del altiplano representan un ecosistema vital para miles de familias bolivianas y chilenas. Una política de “bloqueo punitivo” rompería ese tejido social, generando desempleo, contrabando y migración irregular.
El discurso de Kaiser erosiona décadas de esfuerzos por construir una relación bilateral basada en el respeto mutuo. Bolivia y Chile mantienen aún un litigio no resuelto sobre el acceso soberano al mar, y han avanzado en mecanismos de cooperación fronteriza y comercial. Si Chile adoptara la postura intransigente de Kaiser, la región andina podría entrar en una nueva fase de desconfianza y desintegración diplomática. Bolivia se vería forzada a buscar nuevos aliados estratégicos -Perú, Brasil, Argentina o incluso potencias extrarregionales- para garantizar sus intereses marítimos y comerciales, lo que podría redibujar el mapa de alianzas en el Cono Sur. Escenarios que llevarían al país a retomar las ideas confederales del siglo XIX.
Aunque Kaiser no habla de intervención militar directa, su retórica beligerante sienta las bases para una política de militarización fronteriza. Si Chile incrementa presencia militar en la frontera con Bolivia bajo el pretexto de “controlar el tráfico ilegal”, Bolivia tendría que responder simétricamente, elevando los costos de defensa y aumentando el riesgo de incidentes. Un incidente fronterizo, amplificado por discursos nacionalistas, podría escalar rápidamente en el plano diplomático o incluso militar. En términos de geopolítica clásica, el riesgo no es la guerra abierta, sino el conflicto de baja intensidad sostenido por narrativas hostiles.
El insulto a La Paz, sede de gobierno de Bolivia y símbolo de resistencia histórica, tiene un efecto unificador interno. La narrativa de “defensa de la soberanía frente al ultraje” podría fortalecer la cohesión nacional y revitalizar el discurso antiimperialista que ha caracterizado buena parte de la política exterior boliviana en el siglo XXI.
Sin embargo, también existe un riesgo interno: la instrumentalización política del conflicto. Un gobierno boliviano podría aprovechar la retórica de Kaiser para reforzar su legitimidad interna, apelando al nacionalismo y desviando la atención de problemas económicos o sociales. Ello podría derivar en una espiral de hostilidad mutua que beneficie a los extremos ideológicos en ambos países.
Si la retórica de Kaiser ganara legitimidad en Chile, el Cono Sur podría enfrentar un retroceso histórico hacia la desconfianza y la fragmentación. La visión de “seguridad mediante exclusión” atenta contra décadas de construcción regional basada en la cooperación y la integración.
Una Chile autoritaria y hostil afectaría no solo a Bolivia, sino a todo el sistema suramericano. El eje de integración que va de La Paz a Buenos Aires, pasando por Asunción y Lima, se vería interrumpido por una potencia media que decide erigir muros donde antes se discutían puentes. En términos de equilibrio geopolítico, un Chile aislado sería un actor imprevisible, susceptible de tensiones con todos sus vecinos.
Las declaraciones de Johannes Kaiser son una advertencia de los tiempos: los discursos de odio, cuando se instalan en la política exterior, dejan de ser simples provocaciones y se convierten en amenazas a la paz regional. Bolivia debe responder con inteligencia estratégica, no con reacción emocional.
El desafío es doble: defender la soberanía nacional sin caer en el juego del enemigo, y construir una narrativa geopolítica propia que posicione a Bolivia como actor de paz, integración y dignidad. Frente al autoritarismo verbal, la serenidad diplomática y la firmeza soberana son las mejores armas.
Si la región quiere evitar que el nacionalismo punitivo se imponga, debe recordar que ninguna frontera es más fuerte que el respeto mutuo. Y que la verdadera civilización no se mide por el tamaño del territorio, sino por la altura moral de sus líderes, atributo escaso en el candidato Kaiser.
Jorge Kafka es politólogo.
El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.
