Imagen del autor
E

n los regímenes presidenciales latinoamericanos, la dupla presidente–vicepresidente constituye una relación ambigua: jerárquica en lo formal, pero competitiva en lo político. En Bolivia, esta tensión adquiere un carácter particularmente relevante debido al peso del simbolismo estatal en la configuración de legitimidades. La posesión presidencial y vicepresidencial es, en este sentido, fue el primer escenario donde se hizo visible la lucha simbólica que Pierre Bourdieu define como el intento de monopolizar la autoridad legítima para nombrar, clasificar y estructurar el mundo social.

El nuevo ciclo político boliviano no escapa a esta lógica. Desde la puesta en escena inicial —la estética del acto, las ubicaciones, los discursos, las gestualidades, la iconografía empleada— se activó una disputa entre presidente y vicepresidente por la apropiación de los significados que definirán la narrativa hegemónica del gobierno. Lo que en apariencia es cooperación institucional, en la práctica es un campo de tensión donde se confrontan dos habitus políticos, dos maneras de entender la patria, dos proyectos de comunicación y dos formas de conectar con el pueblo.

La posesión presidencial no solo es un rito constitucional; es, siguiendo a Bourdieu, un ritual performativo mediante el cual se produce autoridad. Allí se escenifica la lucha por el capital simbólico que otorgará a uno u otro actor una posición dominante dentro del propio gobierno.

En este caso, la puesta en escena dejó entrever elementos de diferenciación: el presidente proyectó una estética institucional, sobria y tecnocrática: traje oscuro clásico, expresiones mesuradas, lenguaje corporal compuesto, apelación a la institucionalidad y la modernidad urbana. El vicepresidente, en contraposición, adoptó un estilo más emocional, popular y cercano: gestos abiertos, narrativa centrada en el pueblo, tono emotivo (lagrimas), presencia simbólica de elementos más identitarios y uso del uniforme policial presentado como el uniforme de la nación.

Ambos estilos no son casuales: representan dos estrategias de legitimación. La primera busca autoridad desde el profesionalismo; la segunda desde la cercanía popular. El acto de posesión, por tanto, no solo formaliza un mandato, sino que consagra un conflicto por la definición legítima del proyecto político. Bourdieu afirma que la lucha simbólica es una competencia por el poder de nombrar, es decir, por la capacidad de imponer las categorías que estructuran el campo político. En el caso boliviano, presidente y vicepresidente disputan esta facultad, y ello se manifiesta en diferencias visibles en su lenguaje político.

El presidente tiende a usar una narrativa de “patria”, asociada a: institucionalidad, estabilidad, modernización, unidad. El vicepresidente, en cambio, se inclina hacia la categoría de “pueblo”, ligada a: lucha, reivindicación, cercanía emocional y legitimidad desde abajo.

Ambas categorías son instrumentos de clasificación del campo político. Quien logre asociar su imagen con la categoría más resonante adquirirá capital simbólico de representación auténtica. Esta competencia discursiva es un síntoma de la lucha por quién define el ethos del gobierno.

Los dos actores representan habitus distintos, formados en trayectorias sociales y políticas diferentes: el presidente encarna un habitus institucional-modernizador, orientado hacia la eficiencia, la gestión técnica y la gobernabilidad. El vicepresidente, por su parte, porta un habitus político-popular, más interpretativo, emocional y narrativo.

Ambos buscan moldear el sentido del ciclo político. Para el presidente, el gobierno debe representar el tránsito hacia un Estado moderno, racional y profesional. Para el vicepresidente, el ciclo debe consolidar una conexión emocional con la ciudadanía, manteniendo un registro simbólico más cercano a lo popular-plebeyo. Esta diferencia produce una pugna por la definición legítima del proyecto histórico en curso.

Bourdieu destaca que el cuerpo es un escenario de disputa simbólica. En la política boliviana, el uso del cuerpo y la vestimenta es profundamente performativo: el presidente se presenta con trajes sobrios, colores neutros y una estética tecnocrática.

Busca transmitir racionalidad, orden y competencia. El vicepresidente utiliza trajes más flexibles, a veces con variaciones menos formales o gestos que rompen el protocolo.

Busca transmitir calidez, cercanía y carisma, tal cual fue la utilización de la camiseta de la selección boliviana en el periodo de campaña.

Posturas rectas, manos controladas, movimientos medidos (presidente). Gestos amplios, contacto visual prolongado, expresiones afectivas (vicepresidente). La corporalidad es aquí un texto político: cada gesto es un signo que expresa una concepción del poder.

En ese marco, TikTok se ha convertido en el espacio clave para la disputa por el nuevo electorado joven (18-35 años). Su uso por parte del presidente y el vicepresidente no es un accesorio, sino un frente más de lucha simbólica.

Para el presidente, el uso de TikTok técnico, mensajes breves de gestión, videos institucionales se orienta a proyectar la imagen de un liderazgo moderno y profesional cercano a la población. El vicepresidente, a su vez, utiliza TikTok de manera emocional, videos espontáneos, lenguaje coloquial, intenta capturar la conexión directa con los sectores populares y juveniles.

Ambos están, en términos bourdieusianos, disputando el capital simbólico juvenil, un recurso estratégico para sostener la hegemonía futura. Aunque el discurso público habla de unidad, la disputa entre presidente y vicepresidente es estructural. Bourdieu señala que los campos están atravesados por tensiones internas: “cooperación” en lo formal, competencia en lo simbólico.

Esta lucha no implica necesariamente conflicto abierto, pero sí una permanente tensión por: quién define el relato del gobierno, quién se conecta mejor con la ciudadanía, quién se convierte en el rostro del ciclo político, quién acumula capital político de futuro. En un país con tradición de vicepresidencias fuertes o disruptivas, esta pugna merece especial atención, pues puede evolucionar hacia disputas más visibles.

La lucha simbólica entre el presidente y el vicepresidente en Bolivia, iniciada desde el acto de posesión, constituye un fenómeno clave para comprender la dinámica interna del nuevo gobierno. No se trata de un conflicto superficial, sino de una disputa profunda por el capital simbólico que define quién tiene la autoridad legítima para representar al país, para clasificar a la ciudadanía y para estructurar la narrativa oficial del ciclo político.

El presidente busca legitimidad desde la modernidad institucional, mientras el vicepresidente se apoya en la cercanía popular. Ambas estrategias coexisten y compiten, conformando un campo político marcado por tensiones que se expresan en la retórica, la vestimenta, la gestualidad y el uso performativo de TikTok. El desenlace de esta lucha simbólica determinará no solo el equilibrio interno del poder, sino también el sentido histórico del ciclo político que Bolivia atraviesa.

Jorge Kafka es politólogo.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.