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ay decretos que ordenan la administración pública y otros que marcan un quiebre político. El Decreto Supremo 5503 pertenece a la segunda categoría. No es solo una respuesta económica de emergencia: es, ante todo, una confesión de Estado. El Gobierno reconoce —aunque no lo diga en voz alta— que el modelo económico que sostuvo el relato oficial durante años ha llegado a su límite.

Cuando un Ejecutivo declara simultáneamente emergencia económica, financiera, energética y social, no está gestionando una coyuntura menor: está admitiendo una crisis estructural. El DS 5503 es el documento que certifica ese agotamiento y, al mismo tiempo, la apuesta más arriesgada del poder político en los últimos años.

La narrativa del “blindaje económico” se rompió. Y lo hizo por decreto. Durante más de una década, Bolivia vivió bajo la ilusión de que podía sostener subsidios crecientes, control de precios, expansión del gasto público y un Estado omnipresente sin consecuencias. El contexto internacional favorable y el boom de los hidrocarburos permitieron postergar decisiones incómodas. Pero el tiempo se acabó.

El DS 5503 reconoce lo que la realidad ya había impuesto: reservas en caída, distorsiones de precios, contrabando desbordado, desincentivo a la producción y un Estado sin margen fiscal. El problema no es que el Gobierno actúe; el problema es que actúa tarde y a la defensiva.

Este decreto no inaugura una nueva política económica por convicción, sino por necesidad. No hay épica en la emergencia, solo urgencia. El decreto también revela que Bolivia ha dejado de ser una excepción en Sudamérica. La región atraviesa un ciclo de realismo forzado: Argentina ajusta, Ecuador renegocia, Perú resiste con fragilidad y hasta gobiernos progresistas han tenido que abandonar dogmas para evitar el colapso.

Bolivia llega tarde a ese giro. Mientras otros países comenzaron ajustes graduales o reformas parciales, aquí se optó por negar la evidencia hasta que el margen político se redujo al mínimo. El DS 5503 no es una estrategia de largo plazo; es una operación de supervivencia.

El énfasis en seguridad jurídica, estabilidad tributaria y apertura a la inversión extranjera no es ideológico: es una señal desesperada al mercado internacional. Bolivia compite hoy con países vecinos por capitales escasos y credibilidad erosionada.

Uno de los efectos políticos más claros del decreto es la concentración del poder en el Ejecutivo, particularmente en el presidente. En tiempos normales, estas decisiones pasarían por un debate legislativo amplio. En tiempos de emergencia, se imponen por decreto.

El mensaje es claro: el presidente asume el control total del timón. El vicepresidente queda en segundo plano, más como figura institucional que como actor político decisorio. En la práctica, el DS 5503 refuerza un presidencialismo de emergencia, donde el costo político -si todo sale mal- también se personaliza.

Este tipo de centralización puede mostrar liderazgo en el corto plazo, pero suele cobrar factura. Cuando el ajuste toca bolsillos, el responsable tiene nombre y apellido.

El Gobierno no es un bloque homogéneo. El decreto expone tensiones internas que hasta ahora se mantenían bajo la alfombra. Sectores que defendían un Estado fuerte y regulador conviven hoy con decisiones que liberalizan exportaciones, flexibilizan controles y buscan atraer inversión privada.

El DS 5503 intenta contentar a todos y, al mismo tiempo, no traicionar a nadie. Por eso combina ajuste con bonos, apertura con subsidios focalizados y discurso social con pragmatismo económico. El problema es que la ambigüedad rara vez genera estabilidad.

Las bases sociales toleran el ajuste mientras haya compensación. Los sectores productivos apoyan la apertura mientras no haya retrocesos. La coalición se sostiene, por ahora, por miedo al vacío, no por consenso estratégico.

La oposición enfrenta un dilema incómodo. Muchas de las medidas del decreto coinciden con lo que reclamó durante años: menos trabas, más mercado, reglas claras. Pero el decreto viene firmado por un Gobierno al que busca desgastar. Criticarlo todo sería irresponsable; apoyarlo sin reservas sería suicida. Por eso la oposición opta por una crítica selectiva: cuestiona la forma, el momento y la concentración de poder, pero evita rechazar el fondo.

El problema es que el DS 5503 deja a la oposición sin bandera económica clara. El Ejecutivo marca la agenda y obliga a reaccionar. En política, eso ya es una derrota parcial.

El mayor riesgo del decreto no está en los mercados, sino en la calle. Bolivia tiene memoria de ajustes fallidos y crisis mal gestionadas. El Gobierno lo sabe y por eso refuerza bonos, salarios y transferencias.

Pero estas medidas son analgésicos, no cura. Si la inflación avanza, si el empleo no mejora y si el ajuste se siente sin resultados visibles, la tolerancia social se agotará rápido. Los movimientos sociales no han desaparecido; solo están observando.

La estabilidad política dependerá menos de los indicadores macroeconómicos y más de la percepción cotidiana: precios, transporte, alimentos y trabajo. En Bolivia, la legitimidad se mide en el mercado, no en el decreto.

El DS 5503 es, en esencia, un decreto defensivo. No construye un nuevo modelo; intenta evitar el colapso del viejo. No propone un pacto social explícito; impone una tregua condicionada.

El riesgo es confundir emergencia con gobernabilidad. Las crisis se administran, pero también se explican. Hasta ahora, el Gobierno ha optado por la vía técnica y ha evitado un debate político profundo sobre el rumbo del país. Ese silencio tiene costo. Cuando no se explica el ajuste, se alimenta el miedo. Cuando no se construye un relato honesto, se abre espacio al conflicto.

Jorge Kafka es politólogo.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.