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oy escribo para ellos, para los “machos machotes”:

Para los de 10 añitos que les están enseñando a esconder sus sentimientos; para los de 20 que están confundidos y no tienen la menor idea de lo que quieren estudiar o si quieren hacerlo; para los de 30 que añoran formar una familia y les aterra ver a las que tienen a su alrededor; para los de 40 que estando en pleno apogeo productivo viven comparándose más que produciendo; para los de 50 que junto con las canas aparecen las ganas de no aparentarlo; para los de 60 que están contando los meses para jubilarse mostrando que lo que hicieron durante décadas no los hizo felices porque si así fuera no quisieran dejar de hacerlo; para los de 70 que tienen sentados a los nietos en las rodillas contando la misma historia, no porque es la que más les gusta si no porque no acumularon otras.

Hoy escribo para ellos, para esas personas que tienen un valor genuino indiscutible y que pocas veces lo reconocen, no porque sea malo hacerlo; si no, porque están programados para eso; en algún momento les dijeron que trabajar la autoestima abiertamente era tema de “nenas” y ellos lo creyeron. A muchos omitieron decirles que la valoración propia es la clave más significativa para el comportamiento de una persona, nadie puede actuar positivamente si se siente negativo hacia uno mismo y esa negatividad la canaliza hacia el que tiene más cerca, al que le tiene más confianza, a quien puede abusar sin quedar mal (hijos o esposa). Desde pequeños aprendieron a preocuparse más de lo que otros piensan de él que a prestar atención a lo que piensan de sí mismos y entonces su autoconcepto se distorsiona y ¿saben qué? Se ofenden o agreden con más facilidad.

Como si fuera poco también crecieron escuchando que había que presumir tener muchas mujeres, cuando en realidad lo meritorio es ser capaz de mantener a una a su lado por toda la vida.

Les dijeron que “los hombres no lloran” y nunca les contaron que el versículo más corto de la Biblia nos permite enterarnos que “Jesús lloró” (Jn.11:35) y lo hizo conociendo su origen divino pero impregnado de absoluta humanidad y masculinidad, dos tópicos que podían habérselo impedido pero no se dejó porque sabía que al hacerlo demostraba la tristeza que vivía y eso es absolutamente natural y saludable.

También les tienen coartada la opción de sentir miedo; bueno, mejor dicho… de reconocerlo porque igual lo sienten. En la historia vemos hombres bien hombres que lo experimentaron y luego escribieron: “el hombre valiente no es el que no tiene miedo, si no el que conquista el miedo” (Mandela). El miedo a la muerte va seguido del miedo a la vida y no reconocen ni uno ni el otro.

Este escrito es sólo para hombres que lloran cuando se alegran y también cuando están tristes; para aquellos que respetaron a su madre porque se estaban ejercitando para respetar a su esposa y no iban a permitir que ningún truhan haga llorar a su hija. Para esos valientes que saben que hacer lo correcto no es fácil pero siempre es la mejor opción y la eligen.

Escribo pensando en aquél que renuncia a lo suyo por pagar la escuela, alimentar a los suyos, forzar su lomo para construir su casa y sentir placer al proveer a los que ama. Pienso en el marido de una sola mujer que cuida su boca de palabras ásperas para no dañarla.

Pienso en el hijo que decidió honrar a su padre y a su madre aunque el resto de sus amigos no lo hagan. Pienso en el que le interesa la opinión del hijo acerca de él más que la del vecino y también pienso en aquel que cuida lo que piensa porque sabe que el peor enemigo que puede enfrentar es su propio pensamiento.

Jean Carla Saba es conferencista, escritora, coach ejecutiva y de vida.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad de la autora y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.