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ulio comienza con fuegos artificiales. Pero bajo ese cielo de colores, La Paz no vibra de emoción, sino que tiembla por abandono. La ciudad que alguna vez fue orgullo nacional, referente de innovación urbana y liderazgo institucional, hoy parece perder su esencia en medio del deterioro físico y moral. Lo más preocupante no es lo que se ha perdido, sino lo que se ha permitido. Porque esta no es una historia de desastres naturales, sino de decisiones humanas. Lo que está en ruinas no es solo el concreto: es la confianza.

Durante décadas, La Paz ha sido testigo de una forma de gobernar que convirtió la improvisación en norma y la impunidad en práctica habitual. Se nos vendieron proyectos “emblemáticos” como soluciones revolucionarias, pero terminaron como monumentos a la ineficiencia. Mal concebidos, mal ejecutados y, en muchos casos, inútiles para las necesidades reales de la población. No son accidentes. Son huellas de una gestión sin visión ni brújula.

Hoy, esa decadencia no solo continúa: se profundiza. La administración actual, vestida con slogans y anuncios rimbombantes, ha entregado a la ciudad una “súper” destrucción: Infraestructura abandonada por falta de mantenimiento; Institucionalidad reemplazada por redes clientelares; Controles anulados por intereses cruzados; Ética pública devastada por negociados oscuros.

Lo grave es que este deterioro no ocurre en silencio. Avanza con una maquinaria organizada y peligrosa: la de un endeudamiento que busca comprometer los próximos años de la ciudad a cambio de contratos sin planificación y deudas sin control. Es el presente hipotecando el futuro.

¿Y el Concejo Municipal? Salvo pocas honrosas excepciones, ha optado por mirar a otro lado. Entre cargos negociados, alianzas por conveniencia y pactos no declarados, ha perdido su rol de defensa de los intereses ciudadanos. Mientras se define el destino de la ciudad, muchos concejales piensan en cuotas de poder, no en las necesidades de su gente.

En este contexto, surge una pregunta incómoda: ¿Y nosotros, los paceños y paceñas? ¿Estamos condenados a vivir entre ruinas y promesas que nunca se cumplen?

La respuesta es clara: no.

La decadencia no es nuestro destino. La resignación no es una opción.

Podemos y debemos cambiar el rumbo. No desde la nostalgia ni desde la rabia, sino desde la acción colectiva. La reconstrucción de La Paz empieza con una decisión: dejar de ser espectadores. Porque esta ciudad no se salvará con discursos, se transformará con participación.

Imaginemos una La Paz donde los jóvenes encuentren oportunidades en lugar de tener que irse. Donde la planificación urbana no se decida entre botellas, sino entre profesionales. Una ciudad donde el transporte funcione, las normas se respeten, los barrios tengan voz, y las obras respondan a necesidades reales, no a negocios ocultos.

La Paz puede ser una ciudad vibrante, moderna y justa. Pero para eso necesitamos algo más que obras: necesitamos un nuevo modelo de gestión. Uno que ponga a las personas en el centro, que combine visión, técnica y valores. Un modelo donde gobernar no signifique servirse, sino servir.

Este julio no tenemos grandes razones para festejar. Pero sí tenemos una enorme oportunidad para despertar.

Hoy, más que nunca, La Paz necesita ciudadanas y ciudadanos valientes. Gente que ya no tolere más abandono disfrazado de progreso, ni más promesas sin cumplimiento.

Gente que entienda que transformar la ciudad no es un sueño, es un deber compartido.

La Paz, entre ruinas y promesas incumplidas, aún puede ser rescatada.

Pero solo si elegimos reconstruirla desde la verdad, desde la justicia, y desde el amor por lo que somos.

César Dockweiler es militar, economista, PhD en Gestión del Desarrollo y Políticas Públicas.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.