
uando Marcelo Claure viaja en el Metro de Nueva York desde su residencia en Manhattan hacia el Bronx, se beneficia de un sistema de transporte urbano que ha sido sostenido, por décadas, con una fuerte inversión pública. Del otro lado del continente, en los cielos de La Paz y El Alto, César Dockweiler, recorre su ciudad suspendido en cabinas aéreas eléctricas, también gracias a una visión estatal que apostó por el transporte público como un derecho y no como un negocio.
Ambos sistemas, aunque diferentes en su tecnología —uno subterráneo, el otro aéreo—, comparten una verdad ineludible: fueron creados, financiados y sostenidos por el Estado. Son inversiones colectivas al servicio del bien común. Y representan, con claridad, lo que el premio Nobel Joseph Stiglitz ha explicado durante años: que el mercado por sí solo no garantiza inclusión ni bienestar. Que el Estado, cuando actúa con visión y responsabilidad, puede y debe intervenir para asegurar derechos fundamentales. Y uno de esos derechos es la movilidad.
Lo que muchos no saben de los sistemas de transporte público urbano
Mucho se ha dicho recientemente sobre el sistema de transporte por cable boliviano, en particular desde quienes lo critican sin conocer cómo funcionan los mejores sistemas del mundo. Pero quienes viven en Nueva York saben que el MTA (Metropolitan Transportation Authority) es propiedad del Estado y recibe miles de millones de dólares al año, no solo para expandirse, sino también para cubrir déficits operativos. En 2023, por ejemplo, el gobierno federal, el gobierno del Estado de Nueva York y la ciudad destinaron miles de millones de dólares para su funcionamiento.
¿Acaso eso significa que el Metro es ineficiente? ¿Que quienes lo gestionan son ineptos? No. Significa que el transporte público no es una empresa con fines de lucro. Es un servicio esencial, como la salud o la educación. Y como tal, requiere inversión pública constante.
La movilidad no es solo trasladarse del punto A al B. Es acceso al trabajo, a la escuela, al hospital, al arte, al encuentro. Es desarrollo, es ciudadanía. Y eso tiene un valor que va mucho más allá de lo que se recauda en taquillas.
El Teleférico de La Paz: más que un transporte, una transformación social
En Bolivia, el sistema Mi Teleférico ha transportado ya a más de 600 millones de personas. Imaginemos por un momento qué habría pasado si esas personas se hubieran desplazado en autos particulares contaminantes o minibuses que utilizan gasolina subvencionada. El resultado habría sido más congestión, más emisiones, más estrés, más desigualdad, más déficit fiscal.
En cambio, lo que ocurrió fue lo opuesto. Al ser un sistema eléctrico, seguro y puntual, Mi Teleférico disminuyó la dependencia de combustibles fósiles; redujo la contaminación del aire; disminuyó accidentes viales; redujo significativamente los tiempos de viaje; aumentó el acceso de las personas más humildes a servicios de salud, educación y empleo; mejoró la calidad de vida urbana.
Y, en una hazaña rara en el mundo, hasta 2019 no necesitó un solo centavo del Tesoro General del Estado para su operación. Fue uno de los pocos sistemas públicos del planeta que logró sostenerse con ingresos propios. Eso no es ineptitud. Eso es innovación.
Transporte público: ¿subsidio o inversión?
Los críticos se equivocan al tratar al transporte público como una empresa cualquiera. El déficit financiero de sistemas como el Metro de Nueva York o Mi Teleférico no es un fallo: es una consecuencia lógica de priorizar la rentabilidad social por encima de la económica.
Es decir, lo que importa no es cuánto gana el sistema, sino cuánto gana la sociedad con él:
- Menos enfermedades respiratorias;
- Menos horas perdidas en tráfico;
- Más oportunidades de empleo para todos;
- Más cohesión entre barrios y clases sociales;
- Más seguridad para mujeres, niños y adultos mayores;
- Mayor accesibilidad para personas con discapacidad;
- Menor dependencia del automóvil y combustibles contaminantes.
En términos económicos, el retorno social de estos beneficios supera ampliamente cualquier déficit contable.
Y esto no lo decimos solo desde La Paz. Lo dicen los hechos en ciudades como: Nueva York, Londres, Madrid, Buenos Aires, São Paulo, Seúl, Ciudad de México, París, Santiago de Chile, entre muchas otras.
En todos estos casos, los sistemas de transporte son estatales y subsidiados. Porque los gobiernos que comprenden su rol invierten no solo en cemento, sino en calidad de vida. Y esa es una inversión que vale la pena.
No se trata de ideología. Se trata de sentido común
En La Paz conviven buses municipales, sistemas privados tradicionales (minibuses, taxis, trufis), y un sistema estatal por cable. Todos operan, muchas veces, en las mismas rutas. Si algo hay en La Paz, es pluralidad de oferta. Lo que ha hecho el Estado boliviano no es monopolizar, sino garantizar una movilidad segura y digna para todos.
Y sobre la llamada “ineficiencia”, es necesario recordar: el déficit contable no mide justicia social. Un teleférico en Bolivia, un metro en Nueva York, un tren en París o un bus eléctrico en Bogotá, no están diseñados para acumular utilidades. Están diseñados para mover sociedades hacia adelante, con equidad, sostenibilidad y humanidad.
Conclusión: Apostar por el transporte público es apostar por nosotros mismos
Si algo nos enseñan tanto el Metro de Nueva York como Mi Teleférico en Bolivia, es que el verdadero progreso no se mide solo en balances financieros, sino en vidas transformadas. Ambos sistemas, tan distintos y tan parecidos, son testimonio de lo que ocurre cuando el Estado asume su rol no como administrador de crisis, sino como constructor de esperanza colectiva.
Porque al final del día, no importa si vives en el Upper West Side o en Villa Ingenio. Todos merecemos movernos con dignidad.
Y cuando eso ocurre, cuando se apuesta por la movilidad pública, la ciudad no solo se mueve… avanza.
César Dockweiler es militar, economista, PhD en Gestión del Desarrollo y Políticas Públicas
El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.