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o sé si a ustedes les pasa, pero a mí sí.

Con mucha frecuencia tiendo a querer verme mejor en lugar de mejorarme. Sé que no todo lo estoy haciendo tan bien como parece, pero aun así lo sigo haciendo y tristemente creyendo… creo que soy la mamá/papá ejemplar, el empleado insustituible, el gerente irremplazable, el buen amigo, el mejor director, el alumno modelo o el mejor compañero.

La vida y lo lindo que nos trae nos ensalza; creemos que un mejor trabajo nos hace mejores personas; creemos que una casa más grande se convertirá en un hogar; creemos que un título académico nos separa del iletrado o que por estar dentro de un avión soñamos más alto que el que nunca pudo abordarlo.

Nada más lejos de la verdad. Es bueno querer verse mejor, pero nada se compara a mejorarnos. Cuando sólo nos queremos ver mejor es como maquillarse sobre una herida, la tapamos pero no la curamos. Además, tendemos a alimentar el orgullo que daña y enferma y no aquel que nos alimenta; pues “hay dos clases de orgullo, uno bueno y otro malo. El ‘orgullo bueno’ representa nuestra dignidad y amor propio. El ‘orgullo malo’ es el pecado mortal de superioridad que apesta a vanidad y arrogancia” (Maxwell). La ecuación de la vanidad más la arrogancia nos da como resultado una soberbia que indispone, es la consecuencia del “orgullo malo”; a diferencia del “orgullo bueno” que alimenta nuestra autoestima, nuestro amor propio; que nos conecta con nuestro origen y que nos ayuda a reconocer nuestro valor; nuestra dignidad que no tiene nada que ver con una posesión o posición.

Diferenciar la vanidad del orgullo no es tan complicado en voz de J. Austen, ella decía que “son dos cosas completamente distintas, aunque a veces se utilicen como si fueran sinónimos. El orgullo se relaciona más con nuestra opinión de nosotros mismos; la vanidad con la que otros piensan de nosotros”.

Cuando siento que me estoy esforzando en verme mejor y no en mejorarme, acostumbro hacer un alto (señal de “Pare”) y entonces me obligo a prestar atención a algunos señalizadores que se presentan en mi camino y que me dicen “No vayas tan rápido” en otras palabras: no todos caminan a tu ritmo. “Pendiente peligrosa”: sigue avanzando pero con cuidado. “Rompe muelles”: no todo el camino es allanado siempre hay obstáculos en él. “Curva cerca”: no te distraigas. “Estrechamiento del camino”: tengo que salir de mi zona de confort o “Prohibido estacionar”: por nada te detengas.

La lectura correcta de esas señalizaciones permite que nos volvamos más humildes y enseñables; ya no nos sentimos tan autosuficientes. Si nos equivocamos en el camino aprendemos a ver más allá del fracaso, aprendemos de las experiencias y nos volvemos más resilientes; entendemos que las adversidades al recordar nuestra vulnerabilidad nos hacen más fuertes.Cuando queremos mejorarnos en lugar de sólo vernos mejor con mayor facilidad pedimos consejos, y no nos incomoda recibirlos de quienes aparentemente no están donde estamos nosotros, me gusta mucho recordar el consejo que dice “no seas sabio en tu propia opinión”. Tampoco pensamos en apagar el brillo de otras luces para que sólo se vea la nuestra; si no que comprendemos que mientras más iluminada esté la carretera más segura será para todos.

Nos mejoramos en el camino, en el andar, en el compartir, en el equivocarnos, en el caernos y levantarnos; en el entender que la vida es justamente eso: un camino para recorrer y que al hacerlo nos permite ser mejores y no sólo vernos mejor.

Jean Carla Saba es conferencista, escritora, coach ejecutiva y de vida.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad de la autora y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.