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i analizamos los índices de inversión privada de los últimos años en nuestro país, encontramos que prácticamente no ha habido inversión extranjera significativa. Esto contrasta con la abundancia de capital en el mundo en busca de oportunidades de inversión. Sin embargo, en Bolivia, la inversión extranjera ha caído sistemáticamente desde 1999, cuando alcanzó 1.016 millones de dólares, representando aproximadamente el 15% del Producto Interno Bruto (PIB). En contraste el 2022, esta inversión apenas llegó a 118 millones de dólares, lo que representa solo un 0,25% del PIB, según datos del propio Banco Central de Bolivia (todavía no se dispone de cifras de 2023).

Cosa muy diferente en Paraguay, que está captando una gran inversión extrajera, inclusive de los propios empresarios bolivianos que ven a Paraguay como una plaza más confiable debido a que tiene una fuerza laboral joven y calificada, crecimiento económico sostenido, un régimen de bajos impuestos, incentivos para empresas extranjeras, y sobre todo una constitución y un régimen jurídico que ofrece seguridad jurídica tanto a la inversión nacional como extranjera lo que hace más rentable y más segura cualquier tipo de inversión.

Un interesante estudio de Alejandra Saravia (https://www.bcb.gob.bo/eeb/sites/default/files/archivos2/D2M1P3%20Saravia.pdf) analiza los factores determinantes de la inversión extranjera, ubicándolos en medidas de primera, segunda y tercera generación. Las medidas de primera y segunda generación, que son complementarias, incluyen aspectos como la redefinición del Estado, el control del gasto público, el reajuste de precios, el tipo de cambio flotante, la independencia del Banco Central de Bolivia, la liberalización comercial, la reforma tributaria, la reprogramación de deuda, y leyes clave como la Safco, la descentralización, la de reforma educativa, la de inversiones y la de capitalización. Estos elementos, sin duda, permitieron una fuerte inversión extranjera directa en el pasado. En cambio, las medidas de tercera generación, a diferencia de las anteriores, implican una fuerte intervención estatal en la economía, con políticas como la nacionalización del sector de hidrocarburos, empresas de servicios, telecomunicaciones, transporte de energía y electricidad, así como la promulgación de la ley de pensiones y la ley de reforma educativa.

Un aspecto que Saravia no aborda es el marco constitucional en el que se desarrollan estas tres generaciones de políticas, un factor crucial para la inversión extranjera. Las dos primeras generaciones de políticas se desarrollaron bajo la Constitución de 1967, mientras que las políticas de tercera generación se implementaron bajo la actual Constitución de 2009. La Constitución de 1967, aunque otorgaba al Estado un rol de promotor y regulador de la economía, limitaba su intervención directa principalmente a la minería nacionalizada y los hidrocarburos. Esto explica por qué no se privatizó YPFB y se cerró Comibol y se estableció el proceso de capitalización durante el gobierno de Sánchez de Lozada, ya que la Constitución de 1967 restringía la participación privada en esos sectores. Por otro lado, la Constitución de 2009 amplía el rol estatal a prácticamente todos los ámbitos de la economía, incluyendo servicios e industrias, con una orientación claramente estatista, que no ofrece seguridad jurídica suficiente a las inversiones nacionales ni extranjeras. Es tal la falta de garantías que se podría afirmar que los empresarios en Bolivia viven con la espada de Damocles pendientes de un hilo muy fino en sus cuellos.

Podemos afirmar, entonces, que la principal limitante para la inversión directa, nacional o internacional, es el régimen económico establecido en la Constitución actual, por tanto, para solucionar los graves problemas económicos del país es necesario, en primer lugar, modificar la asfixiante normativa constitucional.

Un verdadero cambio de paradigma económico en Bolivia pasa obligatoriamente por reducir el rol del Estado como conductor, productor, promotor, controlador, interventor, planificador, comercializador e industrializador. Retirar al Estado de estas funciones implicaría no solo modificar la Constitución Política del Estado (CPE), sino abrogarla y sustituirla por una nueva constitución de orientación liberal, democrática y moderna. Esta nueva constitución debe ofrecer seguridad jurídica tanto a la inversión extranjera como a la nacional, proscribiendo las nacionalizaciones y la creación de empresas estatales salvo en casos absolutamente extraordinarios y limitar la participación del Estado a funciones regulatorias y de emergencia. Solo así será posible orientar al país hacia una sociedad abierta a las inversiones que permita la reconstrucción de una sociedad moderna, libre y democrática.

Gustavo Blacutt Alcalá es abogado.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.