
esde la llegada del Movimiento al Socialismo (MAS) al poder, el Estado social de derecho, la democracia, el diálogo y la convivencia pacífica han sido minados desde el propio Gobierno. Cualquier intento de encuentro, diálogo o acuerdo ha quedado restringido al interior del propio partido, donde las decisiones sobre la dirección del país han estado en manos exclusivas de las bases sindicales, interculturales, mineras y campesinas, entre otras.
Estas decisiones han favorecido de manera desproporcionada a dichos sectores, mientras que el resto de la población ha sido marginado bajo los habituales calificativos de “derechistas”, “imperialistas”, “colonialistas” u “opresores”. El resultado de esta toma de decisiones parcializada ha desembocado en situaciones profundamente injustas y moralmente cuestionables, cuyas consecuencias adversas hoy padecemos todos los ciudadanos.
En la actualidad, el caos, el desorden y los bloqueos que paralizan la economía del país ya no responden a reivindicaciones sociales o económicas, sino a movilizaciones estrictamente políticas vinculadas a las luchas internas del MAS. Dichas movilizaciones se camuflan bajo pretextos como la escasez de dólares o combustibles, cuando en realidad el objetivo subyacente es habilitar a Evo Morales para las elecciones de 2025 y liberarlo de las acusaciones de estupro agravado y trata y tráfico de personas. Ante esta situación, lo que observamos es una actitud vacilante por parte de un gobierno que, en lugar de emplear el legítimo poder del Estado para contener a quienes buscan sumir al país en el caos, opta por invitarlos al diálogo. Peor aún, se les concede un lugar en la mesa de negociaciones a individuos que deberían estar rindiendo cuentas ante la justicia. Esta actitud no refleja una búsqueda genuina de soluciones, sino más bien una forma de connivencia con el delito, una complicidad con aquellos que eluden sus responsabilidades.
Este fenómeno no es exclusivo de Bolivia ni novedoso en el ámbito internacional. Un caso paradigmático es el de El Salvador, donde durante el mandato del presidente Mauricio Funes se entablaron diálogos con las maras y pandillas, bajo la apariencia de acuerdos de paz que no fueron sino pactos de impunidad. No obstante, el pueblo salvadoreño no cedió, y en la figura de Nayib Bukele encontró un líder que se atrevió a enfrentar a las pandillas con decisión y firmeza, logrando restaurar el orden y la tranquilidad en el país.
Esto es precisamente lo que Bolivia necesita en este momento: orden y tranquilidad, un país donde la ley sea respetada y donde la justicia no se negocie en mesas de diálogo. No podemos permitir que la impunidad se convierta en el precio de una paz ilusoria. La verdadera paz se construye sobre el respeto irrestricto a la ley, no mediante concesiones a los delincuentes.
Sin embargo, mientras el caos, el desorden y la anarquía dominan las calles, lo que está ocurriendo en la justicia boliviana es aún más alarmante. El descontrol, la incoherencia y la descomposición institucional se han arraigado de manera preocupante. Hoy ya no es posible discernir si las decisiones judiciales son de naturaleza jurídica, política, dictadas a pedido de parte o fruto del arbitraje personal de algunos jueces. Todo parece mezclarse en un entramado desordenado de magnitudes nunca antes vistas en nuestra historia, y posiblemente en la historia de otros países. Lo más preocupante es que este caos judicial cuenta con el aval, o al menos con la protección, del propio gobierno.
Las resoluciones recientes en torno a las elecciones judiciales son un claro ejemplo de esta contradicción. Mientras una sentencia ordena su paralización, otra dicta su aceleración y una tercera exige su cumplimiento inmediato. ¿A cuál hacer caso? Lo bueno o lo malo es que cualquier decisión que adopte el Tribunal Supremo Electoral estará respaldada jurisprudencialmente, pero lo que más preocupa es el precedente que esto sienta de cara a las elecciones generales. Un simple amparo constitucional u otra acción podría, en un futuro próximo, paralizar las elecciones presidenciales, con consecuencias gravísimas para la estabilidad del país.
Ante este panorama, corresponde a los diputados y senadores reflexionar seriamente sobre la necesidad de reformar las leyes de procedimiento constitucional. Es imperativo prevenir situaciones futuras que puedan derivar en sorpresas indeseadas. La responsabilidad recae íntegramente en la Asamblea Legislativa, que tiene la obligación de poner freno a este desorden mediante la promulgación de normas procesales que impidan cualquier exabrupto judicial. Cabe recordar que para estas reformas no se requieren de mayorías calificadas de dos tercios, sino únicamente de una mayoría simple (50% más uno de los presentes), por lo que no existen excusas.
Gustavo Blacutt Alcalá es abogado.
El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.