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ste 6 de agosto no es una efeméride más en el calendario nacional. Se conmemora —más que se celebra— en medio de un profundo deterioro económico, descrédito político, debilitamiento institucional y creciente malestar ciudadano. Pero este año es distinto: coincide con el Bicentenario de Bolivia, una fecha cargada de simbolismo que exige reflexión y decisiones trascendentales. Esa coincidencia no es fortuita. Es una señal clara de que el país está ante la necesidad de cerrar un ciclo decadente y abrir una etapa orientada a la libertad, la justicia y la equidad.

Tras casi dos décadas de hegemonía del proyecto político denominado socialista y alto sentido centralista, personalista y autoritario, este da señales evidentes de desgaste. Un liderazgo que se creyó imprescindible ha terminado devorado por su propia ambición. Se negó a formar sucesores legítimos y, cuando no le quedaba otra, fue traicionado. Hoy, el partido oficialista se consume en luchas internas, mientras Bolivia paga los costos: una economía frágil, servicios públicos ineficientes y contaminados por la corrupción, justicia instrumentalizada, instituciones corroídas y una sociedad cada vez más desencantada.

Lo más preocupante es la degradación democrática. La diferencia de pensamiento se ha vuelto sospechosa. La justicia, instrumentalizada, ha servido como mecanismo de intimidación política. En un estado sólido, ningún fiscal debería coaccionar a la ciudadanía, ningún juez debería actuar como brazo ejecutor de intereses partidarios. La independencia judicial no es un lujo: es el fundamento esencial del Estado de derecho.

Pese a este panorama sombrío, el Bicentenario también representa una oportunidad histórica. Una ocasión para repensar colectivamente el tipo de país que queremos ser. Bolivia no puede seguir atada a retóricas obsoletas ni a símbolos vacíos que ya no dialogan con la realidad. El aislamiento, el populismo retórico y la manipulación histórica nos han alejado del progreso: de la innovación, la inversión, la educación de calidad, el empleo digno y la integración con el mundo.

Las próximas elecciones no son un mero trámite institucional. Constituyen una encrucijada moral y estratégica. Podemos repetir los errores del pasado o avanzar hacia un modelo político más plural, más moderno y más honesto. Podemos elegir seguir bajo el caudillismo o dar paso a nuevos liderazgos, a figuras con vocación democrática, capaces de construir equipos horizontales y propuestas viables. Bolivia necesita una nueva generación política que supere la polarización, respete las reglas del juego y abrace un proyecto de país más justo, más libre y más sostenible.

El Bicentenario no debe quedarse en actos protocolares ni discursos sin sentido. Debe servir para recordar el legado de los héroes de 1825: libertad, dignidad e igualdad. Hoy, ese legado se honra con hechos concretos: promoviendo instituciones sólidas, defendiendo la justicia independiente, y eligiendo representantes que gobiernen con transparencia, ética y compromiso real con el país.

Que este Bicentenario nos encuentre lúcidos, firmes y decididos. Sin miedo, sin consignas vacías, sin sumisión. Bolivia no es patrimonio de una élite ni de un partido. Es de todos sus ciudadanos. Y ha llegado el momento de demostrarlo con responsabilidad en las urnas y con coherencia en los hechos.

Rodrigo Salinas Luna Orozco es profesional en Ciencia Política y Gestión Pública.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.