
uando se habla de sacar a un oficialismo que por su prolongada estadía en el gobierno, inevitablemente cayó en borracheras de corrupción y abuso de poder, es natural que evoquemos el mismo sentimiento que en su momento nos impulsó a elegirlos para dirigir el país.
Ese sentimiento precisamente debe ser la base de la reflexión y análisis para evitar la repetición de ciclos tóxicos en este Bicentenario boliviano.
Primero, repasemos las características sociales de nuestro país en el momento histórico de emergencia del MAS. Una sociedad altamente polarizada en términos raciales y donde la aversión iba más allá del color de la piel. Era un recordatorio permanente de situaciones de abuso de poder y sumisión; el factor racial y su carga histórica era una determinante para alcanzar el bachillerato y, muy remotamente, una profesión.
Salvo raras excepciones que no dudo en que sus testimonios estén impregnados de fuertes batallas de autosuperación, por lo general, migrantes campo-ciudad, por ejemplo, el caso de Víctor Hugo Cárdenas. Pese a estas brechas sociales y culturales, se le permitió al migrante permanecer en la ciudad pero solo en calidad de trabajadores en mandos medios, mano de obra técnica o ayuda doméstica.
Este fenómeno era consecuencia de una dejadez gubernamental en cuanto a la atención de cuestiones básicas en el área rural. La energía eléctrica doméstica, agua potable o acceso vial no parecía reflejar una prioridad en los programas de gobierno. Los proyectos macro que los gobiernos proponían para mejorar las condiciones de vida en el país, no parecían ir más allá de las áreas urbanas. Tener o no tener deuda externa no parecía marcar diferencia en las condiciones de vida de la provincia. Ahora bien, el poder de auto superación de las y los bolivianos es fenomenal.
Trabajando día y noche de lo que sea y en cualquier condición, estudiando y criando hijos para que no les falte lo que a ellos sí: techo, comida, acceso al estudio y una profesión. Además de heredar todas las habilidades técnicas de sus padres, esta segunda generación urbanizada pero con alto reconocimiento de usos y costumbres cargadas de una fuerte historia oral en las venas, vio en el masismo una identificación de clase y una esperanza en igualdad de oportunidades para futuras generaciones. Una sociedad más incluyente era la consigna y el perfil requerido para ocupar el poder.
Como ya mencioné, la estadía prolongada de cualquier gobierno produce borracheras de poder y de corrupción. Ya habrá oportunidad para detenerme en esta idea que llevo repitiendo hace bastante tiempo y que J. Habermas influyó en gran medida. Pero a lo que quiero llegar es que esta estadía prolongada, combinada con las características de estas nuevas generaciones migradas, que se constituyeron en las nuevas élites, en burguesía emergente, no puede cegarnos de nuestra actual crisis.
En segundo lugar, el triunfo del masismo, más allá de traer estos avances de inclusión social, traía consigo también un pacto social implícito e incluso oscuro. El contrabando, el comercio informal siempre había sido una vía de escape y la fuente de los fabulosos ingresos de la burguesía emergente, frente a un gobierno antaño hambreador. Los que habían sobrevivido a los gobiernos anteriores al actual y que tuvieron que migrar del campo en busca de oportunidades, tenían en sus manos un poderoso instrumento tradicional que con el tiempo se fue institucionalizando: el compadrazgo. Ya era muy tarde para reinventarse, cambiar de rubro, o de formalizar la mercadería. Ya había pasado una generación, los hijos salieron profesionales y el sector informal encontraría dos caminos: continuar con el imperio que sus padres, con mucho esfuerzo construyeron, a base de madrugadas peligrosas, sobornos en cada tranca y pulmones de acero para ofrecer los productos en los diferentes mercados y contactos corruptos a todo nivel; o bien, la de intentar ejercer el legado académico, lo cual probablemente recaería en un puesto de trabajo en el sector público, gracias a los contactos de mami y papi con el gobierno que los vio emerger, los crió y al cual le entregaron su voto.
La consigna de inclusión se tornó en un círculo vicioso para socapar a los preciados votantes en cuanto a demandas mayoritarias de estas características, además de pactos similares con organizaciones vivas para beneficio de sus comunidades, siempre y cuando respondan a las consignas político partidarias, lo cual excluía a cualquier sector social que cuestione estas condiciones, que con la estadía prolongada terminó salpicando a todas las instituciones públicas, llevando al país a la indefensión ante cualquier atropello o abusos que se puedan dar, producto de esta borrachera de poder. Sin embargo, el perfil de lo que ahora se necesita para salir de este ciclo tóxico, por supuesto que no puede ir divorciado nuevamente de la promoción de los sectores sociales populares, cuyas características sociales y económicas ya se han descrito.
Que los precandidatos a las elecciones nacionales dejen nuevamente en el olvido al área rural y sus valiosos talentos, sería el peor error al intentar de rescatar un país entero. Los clústeres o centros económicos especializados son la mejor vía de desarrollo económico local, junto al turismo, que rescata y no deja morir todos nuestros usos y costumbres ancestrales, pero el cambio tiene que darse, el nuevo pacto social debe ser inclusivo y libre de extremos.
Natalia Terrazas Tejerina es socióloga.
El presente artículo de opinión es de responsabilidad de la autora y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.