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veces pensamos que la economía de Bolivia es tan compleja que solamente unos pocos elegidos pueden realizar el trabajo de administrarla y/o mejorarla. Sin embargo, cuando vemos las malas decisiones de los gobernantes de turno, se nos saca de duda al respecto.

Cuando eres mamá, sabes que la comida, vestido y sustento de tu familia es lo primero que se debe atender. Si el dinero no alcanza, es obvio que contratar ayuda doméstica para la limpieza de tu casa queda fuera del presupuesto; ya no puedes movilizarte en taxis; no vas a fletar un disfraz para tu wawa, si puedes tranquilamente confeccionarlo tú misma; tratas de generar algún ingreso extra, como vender repostería o conseguir un segundo empleo de medio tiempo.

Pero principalmente, una mamá siempre va a relegar sus gustos personales ante las necesidades de su núcleo familiar, ya no irá a la peluquería, se pintará el pelo ella sola y, solo en caso de que se presente algún compromiso ineludible, dejará por un tiempo las saliditas mensuales con las amigas, ellas entenderán; si hay más de un miembro de la familia que aporta para el mantenimiento del hogar, esos ingresos deben ser destinados a pagar servicios básicos, colegiaturas e intereses del banco, de los que casi nadie en este país se salva. En fin, una mamá siempre hará magia para que nada falte en su hogar.

Cuando hablamos de un país, son tres cuartos de lo mismo. Una mamá nota que está pasando algo raro o mal hecho cuando se hacen ajustes a la Renta Dignidad de nuestros abuelitos, pero se incrementa el gasto presidencial para el siguiente año; ni que decir de la devaluación monetaria y la falta de combustible que todo el mundo habla.

Pero tal vez, el síntoma más claro del que nadie habla es el hecho que desde hace casi dos décadas se vive un incremento desenfrenado y progresivo de los impuestos en general, a través de toda clase de excusas habidas y por haber, certificaciones, registros y validaciones de toda clase que los ciudadanos deben presentar en diferentes instancias laborales o civiles, como medio de demostrar su buena fe como ciudadanos dentro del sistema altamente burocratizado al mejor estilo del siglo XX.

Están los impuestos tradicionales y muchos, muchos otros nuevos camuflados bajo el discurso del reordenamiento, registro digital, vigencia o renovación de todas las acciones burocráticas cotidianas que realizan las y los ciudadanos: se paga impuestos por cada acción que uno realiza en la vida, cada logro y fracaso ya sea médico, académico, laboral, económico, amoroso, por la vida y por la muerte… y la lista se vuelve infinita; cualquier trámite requiere su respectiva fila, sus respectivos timbres, un costo monetario bastante alto y se constituye en la única puerta para acceder a la sociedad civil.

Casi todos los trámites piden ser acompañados de fotocopia de carnet de identidad y/o certificado de nacimiento original, poniendo al ciudadano en una situación de crisis existencial constante. Cada acto de nuestra vida civil debe llevar una constancia actualizada de que uno existe, que es real, legal y tangible, que puede caminar por la calle totalmente etiquetado, registrado y en observación permanente.

El ciudadano paga toda clase de exigencias gubernamentales a todo nivel, ya sea nacional, departamental o municipal, pero no percibe que sus condiciones de vida mejoren. Su emprendimiento pende de un hilo entre lo legal y lo informal, no precisamente por tener tendencias criminales o patologías similares per se, sino porque los impuestos funden todas sus esperanzas de crecimiento, expansión, o por lo menos mediana estabilidad. Este tipo de estrangulamientos limitan las posibilidades de ejercer las diversas profesiones a las que se quisiera aspirar por vocación y se cae (o se resbala) en la función pública; el aporte desde el talento queda relegado y reducido a ser parte de este círculo vicioso.

Hoy en día, todo el mundo habla sobre el fomento al emprendedor, pero nadie ofrece soluciones a estos cobros “legales”, pero indiscriminados que lejos de traducirse en obras públicas, se justifican como “gastos de funcionamiento”, es decir, solo es para mantener en funcionamiento todas esas oficinas inútiles.

Seguir camuflando este estrangulamiento socio-económico bajo el discurso de actualización, austeridad, falta de solvencia y ajustes presupuestarios que justifiquen endeudamientos, mientras los ciudadanos somos diezmados con el pretexto de portar un rótulo de “ciudadano legalmente establecido” debería ser un tema de discusión en el debate nacional. La maldición de los impuestos debe terminar.

La aplicación de un simple algoritmo en Inteligencia Artificial podría eliminar casi de cuajo todo este papelerío y probablemente la mitad del Estado desaparecería (pero que nadie se entere, porque eso arruinaría los planes de la mayoría de los políticos que aspiran al poder).

Natalia Terrazas Tejerina es socióloga.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad de la autora y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.