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ransformar una cosa en algo diferente (transmutar), digamos: pasar de un lado al otro, convertir en croquetas para la cena el arroz graneado que te sobró de medio día, alejarte de elementos dañinos cambiando internamente para acercarte a Dios —una de las más sorprendentes que existe es invitar a Jesús al corazón—, mudar las penas en alegrías, eliminar creencias limitantes y creer en otras que nos impulsen lejos. En fin, para cualquiera de los ejemplos, necesitamos entusiasmo.

Nada grande se obtiene sin entusiasmo; ese algo que nos inspira a seguir adelante, a enamorarnos de nuestros sueños y a tener un deseo ardiente por conseguirlo tal cual los niños cuando redactan la carta a Papa Noel, ese mix entre entusiasmo e ilusión.

Ilusionarnos con el día que empieza, esperar que sea mejor que el anterior, poner entusiasmo para que las cosas salgan bien, hacer uso de la inteligencia creativa que nos proporciona ideas a cada momento sólo que no siempre estamos atentos y expectantes como los infantes; ellos insisten y se alegran. Alegría que muchos adultos hemos perdido, parece que hemos decidido andar en neutro algo así como en piloto automático, optando por sobrevivir en lugar de vivir.

Dejamos de vivir cuando no encontramos motivo valedero para hacerlo, los días más tristes son aquellos que no encontramos motivo para entusiasmarnos... ¿Cómo transformar ese algo en algo diferente? ¿Cómo recuperar el espíritu del niño que llevamos dentro, aquel que no nos permitía amanecer sin soñar? ¿Cómo cultivar el entusiasmo que nos acompañó los primeros años y hoy vivimos tan separados?

Estos y otros “cómos” tal vez sean respondidos cuando nos tomemos algunos minutos brutalmente honestos con nosotros mismos y seamos sinceros para identificar qué me gusta hacer, qué me hace verdaderamente feliz, qué me apasiona, en qué pasan las horas sin que me percate ni me produzca cansancio (ojo: esto no se aplica a identificar actividades/decisiones que dañen el cuerpo, la familia, la sociedad, las relaciones, la reputación, etc.; mejor aclararlo porque fácilmente podemos emocionarnos por algo negativo, nocivo y destructivo).

Si logramos descubrirlo, generamos un hábito al repetirlo y propongo incluir la disciplina consciente como parte de la ecuación, darnos instrucciones nosotros a nosotros mismos, obedecerlas y entusiasmarnos por no autodefraudarnos.

Generalmente, fracasamos en lo que no nos apasiona, gastamos mucho tiempo y energía en lo que no queremos y terminamos dando lo que nos sobra a lo que nos interesa. Cuando ponemos el corazón en los sueños, la fe en el Señor y la confianza en lo que soy capaz de lograr, aparece una especie de voluntad férrea para llegar donde pretendo hacerlo (terminar la universidad, formar una familia, bajar los kilos que incomodan, fundar la empresa soñada, viajar o simplemente acompañar a quienes ya no lo pueden hacer con nosotros y tomando un té juntos, les robamos una sonrisa).

¡Ah!, y hablando de sonrisas…

¿Cuántas veces sonreímos al día? ¿Cuántas veces nos quejamos en el día? Dependiendo hacia donde se incline la balanza condicionaremos nuestro día, la sonrisa abre puertas, fortalece relaciones, nos brinda resultados más positivos, nos incrementa el entusiasmo, palabra compuesta por otras tres: en, theou, asthma que juntas significan “soplo interior de Dios”, (Pág.407 Diccionario Militar, Etimológico y Tecnológico).

Avivando ese soplo en nosotros, la ilusión, la emoción, la alegría y la sonrisa volverán al lugar de donde nunca debieron haber salido y entonces el lamento se cambiará a baile (transmutación).

Jean Carla Saba es conferencista, escritora, coach ejecutiva y de vida.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad de la autora y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.