
omo parte de nuestra naturaleza humana, a todos nos gusta aprender; sin embargo, llamativamente, no nos gusta que nos enseñen. Parece que la necedad la arraigamos adentro desde que nacemos.
Cuando somos pequeños nos enseñan a no acercarnos al horno de la cocina o no poner los deditos en el enchufe, curiosamente es exactamente lo contrario lo que hacemos. Lo hicimos nosotros, lo han hecho nuestros hijos e intuyo que lo harán los hijos de nuestros hijos.
Crecemos un poco y llegamos al colegio, junto con el discurso de bienvenida venía el de las normativas de todo lo que debíamos o no debíamos hacer, más se tardaba en escuchar que en tramar como incumplir (entre risas y miradas, esa mezcla de complicidad inocente con algo de atrevimiento propio de la edad).
Pasa el tiempo y llegamos a la universidad o tal vez al matrimonio, algunos directamente se insertan en el mundo laboral sujeto a horarios, jefes y rutinas; hay otros que emprenden apasionadamente lo que dibujó su mente. No importa cuál haya sido el rumbo tomado, solemos hacer las cosas al estilo Frank Sinatra (a mi manera).
En todo esto, la vida sigue transcurriendo… seguimos creciendo, por no decir envejeciendo, y mal pensamos que con el tiempo ya sabemos lo suficiente para seguir subsistiendo y algunos —con tintes soberbios— pensamos saber mucho. ¡Qué equivocados que estamos!, no nos damos cuenta que hay dos procesos que se dejan al mismo tiempo: el respirar y el aprender (dicho de otra manera, dejamos de aprender cuando dejamos de respirar… cuando nos morimos para ser explícita).
Pero esto sólo lo entienden bien quienes están jugando el descuento en su vida y casi entre susurros dicen “hemos hecho mal las cosas”, “si pudiera retroceder el tiempo”, “si tan sólo hubiera escuchado”, “yo pensé que sabía”, “ya no tengo oportunidad” o “tú has las cosas diferentes” (y este último en tono de triste consejo).
¡Qué manía la nuestra! ¡Qué hábito dañino! Los resultados son sinceros, ellos nunca mienten, Jesús los llamó “frutos” (por sus frutos los conoceréis), y es que para tener buenos frutos, debemos tener buena semilla, buena tierra, buen abono, buena cosecha… Y todo esto es un camino de aprendizaje que no se lo puede recorrer solo, tiene que ir acompañado de la enseñanza.
La enseñanza no son instrucciones muertas —por lo menos, no deberían serlo—. No es la transmisión de conocimiento o experiencias, sin ponerle pasión para que el otro aprenda. Tampoco es el cumplimiento frío de un rol sea como docente, mamá o gerente.
La enseñanza en mi entender es respetar el principio del orden que obviamente es contrario al caos, donde hay caos no sólo hay desorden también hay confusión; por ello, pienso que la enseñanza aclara, argumenta, explica y ordena lo que está desordenado.
Si creemos esto, es posible que la próxima vez que tengamos a un niño frente al horno de la cocina, en lugar de darle directamente una instrucción, antecedamos a ella una explicación; tal vez el concepto de calor o algo mucho mejor, el valor de la obediencia, haciéndole notar que lo estás librando de un dolor. Con esa misma lógica redactar el discurso de bienvenida en los colegios, casarse, trabajar o estudiar… y así sucesivamente seguiremos viviendo y llegaremos a la vejez con algo menos que susurrar.
Pienso que si enseñamos correctamente el principio del orden y los valores que subyacen a él, dejaremos de dar órdenes ¿o no? (aplicable a todo y todos).
Jean Carla Saba es conferencista, escritora, coach ejecutiva y de vida.
El presente artículo de opinión es de responsabilidad de la autora y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.