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a detención de Felipe Cáceres, exviceministro de Defensa Social durante más de una década en los gobiernos del Movimiento Al Socialismo (MAS), junto con Elba Terán, hermana de la ex constituyente Margarita Terán, no es un episodio aislado, ni tampoco producto del azar. Es la culminación de un proceso que ha marcado la política boliviana durante casi medio siglo: la infiltración del narcotráfico en las entrañas del Estado, hasta el punto de que hoy resulta difícil distinguir dónde termina la acción sindical o gubernamental y dónde empieza la lógica del crimen organizado.

El recorrido histórico sobre los vínculos entre el narcotráfico y el poder muestra con claridad un patrón que se repite. En los años setenta, el régimen de Banzer entregaba tierras, que pronto se convirtieron en enclaves de producción de cocaína. En los ochenta, García Meza y su ministro Arce Gómez, financiados por Roberto Suárez, inauguraron el “narco-Estado” en su versión más grotesca. En los noventa, partidos democráticos como el Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR) y el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) se vieron atravesados por los llamados “narcovínculos”, que mezclaban campañas electorales con capitales ilícitos. La lista de episodios es larga: Huanchaca, los narcovídeos, el caso del “narcoavión”, el yerno de Banzer, Marco Marino Diodato, hampón relacionado con atentados terroristas y tráfico de drogas. Todos configuran un trayecto que convierte a Bolivia en un triste laboratorio de narcopolítica.

Lo que diferencia al periodo del MAS, no es la aparición del fenómeno, sino su profundización y “naturalización”. La narrativa oficial presentó a los cocaleros como movimiento social emancipador y a la hoja de coca como patrimonio cultural. Una ficción y falsedad que envenenaron las raíces mismas de la democracia con la elección de Evo Morales. Sin embargo, ese discurso sirvió de disfraz para consolidar un poder político que se convirtió en garante y protector de los circuitos de la cocaína. Felipe Cáceres es la encarnación de esa contradicción: mientras ocupaba el cargo de viceministro responsable de la lucha antidroga, tejía un sistema de encubrimiento y complicidad que permitía a las organizaciones criminales operar con creciente impunidad. El descubrimiento de un laboratorio de cocaína en una de sus propiedades del Chapare, es el colmo de los colmos.

Asimismo, el arresto de Elba Terán refuerza la evidencia donde el problema no se reduce a individuos corruptos, sino a una “red orgánica” donde las familias cocaleras, sus sindicatos y sus representantes políticos forman parte de la misma estructura. Es el “Estado cocalero” funcionando como plataforma de protección al narcotráfico y la delincuencia, tipo Colombia y México. No es casual que en los años de hegemonía del MAS, aeropuertos como el de Chimoré se convirtieran en símbolos de tránsito irregular de cargamentos, mientras la interdicción se reducía a una mera formalidad. UNODC es, sencillamente, una vergüenza internacional que, en su momento no cumplió su función y se dejó embaucar con los gobiernos de Evo y Luis Arce.

Cuando se mira este proceso en perspectiva, la conclusión es devastadora. La narco-política ya no es un desvío circunstancial, sino una forma de gobierno y de utilizar el poder para socavar el poder infraestructural del Estado. Como se observa en el largo trayecto histórico (1971-2025), el narcotráfico en Bolivia, no existiría sin las puertas que abre y cierra el Estado. Pero hoy, esas puertas ya no solamente se entreabren por soborno o presión, sino que, directamente, han sido tomadas por quienes dicen combatir el problema. El Estado, en vez de actuar como dique de contención, se ha convertido en un engranaje esencial del negocio ilícito.

La captura de Cáceres y Terán confirma que no hay sorpresas en esta historia, porque la degradación institucional estaba escrita desde hace tiempo. Lo verdaderamente funesto es que esta captura no representa un quiebre, sino apenas la constatación de que Bolivia vive en un “ciclo de impunidad”. Tal como en el pasado, cuando los dictadores y los presidentes democráticos protegían a los narcos con uniforme o corbata, hoy se repite el patrón bajo la bandera del sindicalismo cocalero: un circuito favorecido por la economía de mercado, los dólares, privilegios, violencia y libertad de asociación delincuencial.

La pregunta que queda en el aire es terrible: ¿cómo reconstruir un Estado cuando el narcotráfico ya no es un huésped indeseado, sino parte de su esqueleto? La respuesta implica un desafío monumental que trasciende a Cáceres o a las Terán. Requiere desmontar un sistema político que ha hecho de la cocaína su combustible invisible y de la corrupción su norma de funcionamiento. Mientras no se asuma esta realidad, cada arresto será presentado como un triunfo, cuando en verdad no es más que la confirmación de una derrota histórica. Como dijo, alguna vez, un jefecillo político cuando le pillaron un tema de narcotráfico: “jodidos estamos todos”. Todos aquellos que hicieron del Estado, un basurero de dinero fácil.

Franco Gamboa Rocabado es sociólogo político y catedrático Fulbright de Ciencias Políticas.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.