Imagen del autor
Y

a no es posible esperar más, en medio de innumerables violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional. Las masacres sistemáticas en Gaza que está organizando el gobierno de Benjamin Netanyahu no pueden llamarse de otro modo: son un genocidio televisado, calculado y sostenido con la complicidad activa de las potencias occidentales. Día tras día, el mundo presencia un conjunto de operaciones militares que no distinguen entre combatientes de Hamas y civiles, que convierte hospitales, escuelas y campamentos en cementerios masivos y que ha rebasado todo límite humanitario. La Franja de Gaza ya era una prisión a cielo abierto desde hace décadas y ahora se ha transformado en un escenario dantesco que cuestiona las bases mismas del proyecto moderno occidental: la razón, el derecho internacional para la paz y la dignidad humana.

El reconocimiento del Estado Palestino no es una simple formalidad diplomática. Es una exigencia política, ética y humanitaria. Es un acto de desobediencia frente al cinismo geopolítico que privilegia los intereses estratégicos de Estados Unidos e Israel, por sobre los derechos de todo un pueblo condenado al exterminio. No reconocer a Palestina, en este momento de horror, es legitimar la limpieza étnica. Es callar ante el etnocidio en nombre de la “seguridad” del Estado israelí que ha confundido su identidad con el militarismo y la supremacía cultural-religiosa. Los judíos de Netanyahu se equivocan cuando exigen la destrucción militar total de Hamas, antes de negociar la ayuda humanitaria que está condenando al hambre a miles de palestinos. Si bien permanecen 50 israelíes secuestrados, esta cifra ha estimulado la muerte de 60 mil ciudadanos en Gaza.

Aquí, Edward Said, el famoso crítico literario y activista palestino de la Universidad de Harvard, vuelve a ser una voz insustituible. En sus libros como “Orientalismo” y “La cuestión palestina”, Said desmanteló los discursos coloniales que han deshumanizado a los pueblos árabes, mostrando cómo el conocimiento del “otro mundo árabe” ha sido instrumentalizado para justificar la dominación occidental europea. En su denuncia persistente, Said no solo identificó la opresión de Israel como un proyecto colonial de asentamiento, sino que también reveló la manera en que la cultura occidental —desde las universidades hasta los medios de comunicación— ha sido cómplice en la construcción de una narrativa política e internacional, donde los palestinos son borrados de las posibilidades de soberanía política, vilipendiados o convertidos únicamente en cifras.

Para Said, la lucha palestina no es solo por un territorio, sino por el derecho a existir en el imaginario del mundo, a tener voz, historia y futuro. Reconocer a Palestina, entonces, es también reconocer su existencia políticamente plena, frente a un aparato global que la niega, distorsiona y silencia.

La actual tragedia en Gaza, con miles de niños muriendo de inanición, representa el fracaso del orden liberal internacional. La ONU ha sido incapaz de actuar con eficacia, mientras que Estados Unidos sigue vetando resoluciones que buscan frenar las hostilidades. Europa, atrapada entre su culpa histórica y su alianza estratégica con Israel, se enreda en contradicciones vergonzosas. Mientras tanto, la cantidad de niños asesinados por bombas teledirigidas se multiplica y el mundo observa esta carnicería con una mezcla de horror y parálisis.

El neoimperialismo israelí, sostenido por la industria armamentista y el respaldo diplomático de las grandes potencias, se ha convertido en el modelo de poder etnocida del siglo XXI. Ya no se trata del viejo colonialismo territorial, sino de una forma más sofisticada de dominación que combina ocupación, despojo y exterminio con propaganda, control narrativo y oscuros acuerdos diplomáticos. Es el “nuevo apartheid” del siglo XXI, legitimado por la retórica de la lucha contra el terrorismo cuando, en realidad, lo que se perpetúa es un régimen de opresión estructural.

Frente a esta situación, el reconocimiento del Estado Palestino no puede seguir postergado. No basta con gestos diplomáticos aislados. Se necesita una coalición mundial que incluya países, universidades y organizaciones ciudadanas comprometidas con la “justicia global”. Así como el apartheid sudafricano cayó por la presión internacional, también el régimen de apartheid israelí debe ser desmantelado por una nueva ola de solidaridad globalizada, apoyo intelectual y tolerancia política. Hamas debe desmovilizarse, desarmarse, pero, a cambio, debe haber una garantía del reconocimiento del Estado palestino, especialmente porque Netanyahu puede utilizar el desarme del grupo terrorista para aniquilar a los civiles, tal como lo hizo Ariel Sharon en 1982, con la masacre de los campos de refugiados en Sabra y Chatila.

Edward Said escribió que, ser palestino era “vivir una vida en el exilio permanente, incluso dentro de tu propio hogar”. Hoy, esa frase resurge como una condena que el mundo tiene la obligación de revertir. Porque reconocer a Palestina no es solamente reparar una deuda histórica, es también defender la humanidad frente a su negación más obscena: la guerra contra los niños y los más débiles. Es poner fin a la lógica del exterminio y reinsertar la causa palestina en el corazón de la modernidad. Si no lo hacemos ahora, seremos cómplices del derrumbe moral y definitivo de nuestra era.

Reconocer al Estado Palestino también tiene un efecto inmediato en el campo político: desplaza el debate del terreno militar al ámbito de la legalidad internacional, donde la responsabilidad recae en la construcción de instituciones legítimas, representativas y capaces de responder ante el mundo. Es ahí donde las denuncias contra las acciones de Hamás y otras facciones armadas deben ser analizadas con seriedad, pero no como justificación para negar la existencia de un pueblo o aplastar a una nación bajo toneladas de bombas. El reconocimiento estatal permitiría exigir responsabilidades formales a todas las partes, incluyendo a los propios actores palestinos. La Autoridad Nacional Palestina, si aspira a gobernar un Estado soberano, deberá asumir un proceso de unificación política que incluya una negociación con Hamás y otros grupos de resistencia, pero dentro de un marco institucional que privilegie el diálogo por la paz, la representación y el respeto al derecho internacional humanitario. El uso de la violencia defensiva no debería ser la única respuesta para Gaza, pero tampoco puede ser el pretexto para su aniquilación como quiere Ntanyahu.

El presidente francés Emmanuel Macron ha expresado una posición valiente, al afirmar que reconocer a Palestina es un paso necesario para construir una solución realista y duradera. Tal como señaló en junio de 2024, “no puede haber seguridad para Israel, si no hay justicia para Palestina”, dejando claro que el fin del conflicto no vendrá de la eliminación de Hamás, sino de la consolidación de una solución política basada en dos Estados.

El terrorismo no se elimina con más terror, ni con castigos colectivos, se combate con justicia, dignidad y soberanía. El reconocimiento de Palestina es, precisamente, eso: el punto de partida para desactivar una espiral mortífera y abrir el camino hacia una paz posible.

Franco Gamboa Rocabado es sociólogo político y catedrático Fulbright de Ciencias Políticas.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.