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a coyuntura reciente de la AFA condensa una paradoja: tras el cenit de Qatar, su prestigio se ve corroído por la sospecha de favoritismos arbitrales, la consagración de Rosario Central en un clima de tensión y el desgaste simbólico de su dirigencia, con Claudio “Chiqui” Tapia bajo creciente escrutinio. El fútbol, que presume de transparencia ritualizada, se encuentra atrapado en una liturgia desacreditada, donde la duda sobre la imparcialidad opera como ácido sobre la institucionalidad. Esta crisis pública no es un mero exabrupto: es un síntoma de una gobernanza que ha permitido que el ruido digital, la política y la competitividad se embrollen en una misma madeja. Cuando la credibilidad arbitral se fractura, el sistema pierde su brújula y cualquier victoria luce hipotecada por la sombra de la sospecha.

El fenómeno, amplificado por ecos digitales que exceden el terreno de juego, ha escalado hacia la arena política, evidenciando que en Argentina el fútbol es una gramática de poder y pertenencia antes que un simple deporte. La conversación pública se ha desplazado del mito glorioso de la “Scaloneta” hacia un cadalso mediático que juzga comportamientos, vínculos y decisiones, volviendo a la AFA una suerte de espejo de las tensiones cívicas. La repercusión transnacional es inevitable: las ligas vecinas observan el temblor institucional y miden su propio andamiaje organizativo en contraste, aprendiendo y temiendo a la vez. En ese vaivén, la planificación deportiva, porosa a los ejemplos cercanos, se contamina de incertidumbre y cautela.

Los indicios de un “delirio institucional”, con trascendidos sobre posibles intervenciones de miembros del tribunal disciplinario en causas que rozarían a la cúpula, agravan el cuadro de desconcierto. Aun como hipótesis, tales choques de interés desordenan la cadena de legitimidad: un órgano que debería ser garante de rectitud deviene objeto de sospecha, y la arquitectura normativa se resquebraja. La justicia deportiva, para ser creíble, debe ser no solo independiente sino percibida como tal; cuando ese pacto simbólico se vulnera, todo el sistema entra en estado de excepción tácito. En ese contexto, las miradas fronterizas asumen que la previsibilidad reglamentaria puede volverse un bien escaso.

La influencia indirecta sobre el fútbol en la región se manifiesta en tres niveles: organización, planificación y estructura deportiva. En organización, el ejemplo argentino obliga a revisar protocolos de designación arbitral y mecanismos de control, porque la proximidad cultural y competitiva hace que los modelos se imiten —para bien o para mal— como reflejos. En planificación, el calendario, la administración de torneos y la gobernanza de conflictos requieren blindajes adicionales; la incertidumbre en el vecino grande introduce el riesgo de importación de prácticas reactivas y discursos justificatorios que erosionan la disciplina. En estructura deportiva, la tensión entre meritocracia y sospecha afecta el desarrollo de canteras, el mercado de pases y la profesionalización, donde el horizonte de justicia competitiva es el oxígeno que sostiene la inversión y el compromiso.

No es casual que, en varios países sudamericanos, la AFA funcione como un referente simbólico: su esplendor y sus deslices son faros y advertencias. Cuando el faro titila, las rutas cercanas corrigen rumbo: más transparencia en auditorías arbitrales, mayor separación entre política y disciplina, y una ética comunicacional que desinfle la histeria digital sin negar la rendición de cuentas. El fútbol en esta parte del continente, al observar esa turbulencia, debería operar con prudencia estratégica: prevenir la captura de órganos disciplinarios, fortalecer el diseño de calendarios y profesionalizar la gestión con métricas públicas y evaluables. Porque la verdadera lección no reside en la épica pasajera, sino en la administración sobria de la duda: si no se la encauza, devora las instituciones; si se la enfrenta con reglas claras y controles efectivos, purifica el juego.

La reverberación de los escándalos argentinos se percibe con nitidez: la sospecha de favoritismos y la erosión de la credibilidad en la AFA actúan como un virus simbólico que se propaga por proximidad cultural y competitiva. Así, los árbitros argentinos, en partidos decisivos de la temporada 2025, han quedado bajo la lupa por fallos polémicos que, aunque no se prueban como dolosos, se interpretan como ecos de un modelo contaminado. La percepción de que “algo oscuro” se filtra desde en el vecino país no es tanto una acusación concreta como una intuición colectiva que mina la confianza en la justicia deportiva.

En este contexto, la planificación y la estructura del fútbol argentino se ven tensionados por la necesidad de blindarse contra la importación de prácticas cuestionadas. La arbitrariedad en decisiones clave genera un efecto dominó: los clubes desconfían, los hinchas sospechan y los dirigentes se ven obligados a improvisar respuestas que rara vez alcanzan la profundidad de una reforma. La sombra de la AFA, con sus anomalías institucionales, se convierte en un espejo deformante que obliga a otros países a confrontar sus propias fragilidades, mostrando que la transparencia no es un lujo, sino un requisito de supervivencia.

Finalmente, la implicancia más corrosiva es la pérdida de legitimidad simbólica: cuando los resultados se perciben como manipulables, el fútbol deja de ser un espacio de mérito y se convierte en un terreno de sospecha. Esa percepción, aunque subjetiva, erosiona la pasión y la inversión emocional de los aficionados, debilitando el tejido social que sostiene al deporte. En suma, la crisis argentina no se exporta como un hecho tangible, sino como una atmósfera de duda que permea fronteras y obliga al fútbol latinoamericano a enfrentar la incómoda pregunta de si sus árbitros son jueces o actores de un guion escrito en otra parte.

Gonzalo Gorritti Robles es periodista deportivo.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.