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E

l centenario de Bolívar, lejos de convertirse en una apoteosis de triunfos, se ha transfigurado en un vía crucis de frustraciones. La eliminación en Copa Libertadores frente al Palmeiras, consumada en la propia ciudad de La Paz, fue el primer golpe que desnudó la vulnerabilidad de un club que se presume coloso. La derrota en casa, donde antaño la rarefacción del aire era un aliado, se convirtió en símbolo de una pérdida de mística y de un desconcierto estratégico que dejó a la hinchada sumida en un estupor melancólico.

La posterior travesía por la Copa Sudamericana no hizo sino profundizar la herida. El empate en La Paz y la caída en Brasil ante Atlético Mineiro evidenciaron una incapacidad de sostener la tensión competitiva en escenarios decisivos. Bolívar se mostró como un equipo que, pese a su linaje, se desmorona cuando la presión se convierte en un imperativo existencial. La hinchada, expectante de una epopeya continental, recibió en cambio la amarga constatación de que la grandeza histórica no garantiza la eficacia presente.

En el torneo doméstico todos contra todos, la narrativa se tornó igualmente desalentadora. La pérdida de puntos en La Paz y el empate crucial en El Alto frente a Always Ready fueron episodios que delinearon un patrón de inconsistencia. Bolívar, habituado a dictar cátedra en su propio feudo, se convirtió en un anfitrión vulnerable, incapaz de capitalizar la localía como bastión. La presión de la expectativa centenaria se transformó en un yugo que paralizó más que impulsó.

El desenlace en el torneo por series, con la derrota estrepitosa en La Paz frente a Nacional Potosí, fue la culminación de este annus horribilis. La goleada sufrida en su propio reducto no solo significó la pérdida de un título, sino la demolición simbólica de la narrativa de invulnerabilidad. Nacional Potosí, sin la prosapia de Bolívar, encarnó la antítesis: disciplina, pragmatismo y una voluntad férrea que contrastaron con la displicencia celeste.

La hinchada, que aguardaba con fervor un festejo acorde al centenario, se encontró con un vacío existencial. La imposibilidad de celebrar un solo título en un año tan emblemático constituye una afrenta a la memoria colectiva y un recordatorio de que la gloria no es patrimonio perpetuo. El desencanto se convierte en un espejo incómodo que refleja la distancia entre la retórica de grandeza y la praxis deportiva.

En suma, Bolívar no sucumbió únicamente ante rivales de fuste, sino ante la presión de sus propios fantasmas. La incapacidad de gestionar la expectativa, de transformar la conmemoración en estímulo y no en carga, revela una crisis de identidad. El centenario, que debía ser un canto a la eternidad, terminó siendo un epitafio de frustraciones. La lección es clara: la historia, por sí sola, no gana partidos; y la hinchada, aunque fiel, no puede sostener un proyecto que se resquebraja en los momentos de mayor exigencia.

La afición celeste, sumida en un estado de frustración casi catártica, ha encontrado en los hermanos José y Jesús Sagredo el blanco predilecto de sus recriminaciones. Paradójicamente, se trata de jugadores que durante todo el año se mostraron regulares, funcionales y obedientes a las disposiciones tácticas de su entrenador, ocupando múltiples posiciones sin objeción alguna y sin el lastre de lesiones o inconformidades. Sin embargo, la memoria colectiva no se detiene en la constancia, sino en los momentos de trascendencia, y allí los Sagredo exhibieron una fragilidad que los convirtió en símbolos de la derrota.

El señalamiento de la hinchada no es únicamente producto de la ira irracional, sino de una percepción de que, en los partidos definitorios, los hermanos se diluyeron en actuaciones que parecían más orientadas a la supervivencia de simplemente ser tomados en cuenta y jugar.

La crítica se extiende también a otros nombres —Dorny Romero, Patricio Rodríguez, Erwin Vaca— quienes, en distintos momentos, encarnaron la misma desconexión entre talento individual y responsabilidad compartida. Esa tendencia a jugar para sí mismos, en lugar de amalgamarse con la exigencia coral del equipo, se tradujo en un déficit de eficacia que resultó letal en instancias donde la presión exigía temple y altruismo.

Así, la rabia de la afición se convierte en un juicio moral más que técnico: no se reprocha únicamente el error, sino la sensación de traición al ideal de sacrificio colectivo. En un año donde Bolívar necesitaba cohesión para transformar su centenario en epopeya, la percepción de que algunos jugadores se refugiaron en la comodidad de lo funcional, sin trascender hacia lo heroico, ha exacerbado el desencanto. La derrota, entonces, no se lee solo en el marcador, sino en la narrativa de un equipo que, en sus figuras más regulares, no supo responder a la exigencia de la historia.

La responsabilidad del técnico Robatto en este ciclo de frustraciones resulta ineludible, pues su propuesta táctica se vio constantemente desprovista de una impronta psicológica capaz de galvanizar al grupo en los momentos de máxima exigencia. Allí donde la única opción era ganar, el estratega celeste se mostró incapaz de insuflar convicción y temple, dejando a sus dirigidos presos de la ansiedad y del desconcierto.

La ausencia de un liderazgo emocional, de un discurso que trascendiera lo meramente técnico, convirtió a Bolívar en un conjunto que se desmoronaba ante la presión, revelando que la carencia no estaba tanto en la pizarra como en la capacidad de persuadir y cohesionar a un plantel que necesitaba fe y determinación más que esquemas.

El 2026 se erige como la oportunidad de redención para Bolívar: tras un centenario marcado por la frustración, el club deberá transformar las cicatrices en aprendizaje y la autocrítica en motor de renovación. El sólido manejo empresarial alcanzado en el año precedente constituye un cimiento innegable; ahora corresponde que esa solvencia económica se traduzca en conquistas deportivas, en un equipo capaz de conjugar disciplina, temple psicológico y ambición colectiva. Solo así la institución podrá reconciliar su historia con el presente y ofrecer a su hinchada la celebración que tanto anhela.

Gonzalo Gorritti Robles es periodista deportivo.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.