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o se puede negar que las universidades públicas bolivianas —beneficiarias de la mayor parte del presupuesto educativo en desmedro de la educación básica, secundaria y técnica— han venido hundiéndose en la mediocridad hace décadas. Así pues, hay razón para encontrar paralelismo entre su creciente masificación y la decreciente calidad de sus procesos y resultados.

Tal situación se debe a muchos factores, externos e internos; uno de los más importantes, la llegada de los bachilleres a las aulas universitarias sin comprender lo que apenas leen, sin coherencia en lo poco que escriben y sin saber sumar y restar. En resumen, y sin eufemismos ni autocomplacencia, con déficit de inteligencia.

Se añade a esto la perversión del derecho a la educación en un supuesto derecho a la aprobación de cualquier manera, que lleva a una severa problemática actitudinal del “todo vale”, que atañe a estudiantes y a sus padres, a docentes y autoridades que abdicaron de su responsabilidad en la formación de las nuevas generaciones con calidad; en parte porque ellos también son producto de la debacle educativa.

No es todo. Hace muchos años que la dirigencia estudiantil universitaria manifestó signos de abandono de los valores éticos que la habían caracterizado en el tiempo de lucha por la democracia y la autonomía.

En efecto, manejos abusivos de bienes universitarios para beneficio personal –alquiler de espacios en los edificios de las universidades–, discrecionalidad en la gestión de los aportes estudiantiles cobrados en las inscripciones y la comisión de ilícitos en la administración de comedores universitarios se normalizaron en la década de los años 90.

En los años dos mil, la asignación de recursos del IDH a las universidades para proyectos de infraestructura derivó en la instalación de redes de corrupción que involucraron a autoridades y dirigentes estudiantiles. Las coimas, ausentes en la vida universitaria antes, sentaron presencia.

Se cuenta por ahí del robo de un maletín bastante pesado de la casa de un rector la misma noche que salió a festejar por haberlo obtenido a la conclusión del proceso de adjudicación de una obra de envergadura mayor; delito que quedó impune porque la autoridad universitaria no pudo denunciarlo pues no tenía forma de justificar el origen de tanto dinero. Se cumplió aquello de que “ladrón que roba al ladrón tiene 100 años de perdón”.

En el contexto del “proceso de cambio”, la cosa fue a peor. De la misma manera que sucedía con el poder del Estado, en las universidades las reglas de la democracia interna fueron pisoteadas una y mil veces en procura de la captura de los niveles de decisión, trátese de autoridades o dirigentes estudiantiles. El tiempo de “le meto nomás” había llegado, dando fin a la institucionalidad universitaria, la efectividad de las normas y el juego democrático.

La manipulación, la prebenda, el chantaje y la violencia de todo tipo campean desde entonces en el estamento estudiantil de cara a su participación en el cogobierno paritario. Tal inconducta es la base de la ascensión a los puestos de dirección estamentaria de sujetos de mala reputación que se hacen de las direcciones estudiantiles. Desde allí han edificado una estructura delincuencial de poder ilimitado que hace y deshace dentro de cada una de las universidades públicas y en el sistema que conforman.

Hace más de tres años, el 9 de mayo de 2022, cuatro estudiantes de la Universidad Autónoma “Tomás Frías”, de Potosí, murieron al ser aplastadas por una avalancha humana en el coliseo de esa institución, provocada por el estallido de granadas de gas lacrimógeno.

Ellas habían sido obligadas a asistir a esa asamblea bajo amenaza de pérdida de sus becas de alimentación. La asamblea debía viabilizar la elección de una nueva FUL, pero esto no convenía a los intereses de un masista en función de dueño y señor del Comité Ejecutivo de la Universidad Boliviana —impuesto sobre los rectores de las universidades— de nombre Max Mendoza, quien ordenó a su grupo de choque, una verdadera banda criminal, que desbarate la reunión de cualquier manera. El hecho quedó impune, igual que todos los demás conexos. Mientras se suceden simulaciones de evaluaciones externas que terminan con acreditaciones de una calidad que no corresponde con la realidad, se suceden entradas universitarias y “congresos académicos” estudiantiles, con altos niveles de consumo de alcohol y otras sustancias y muertes de jóvenes por efecto de los excesos cometidos. Casi todos en Tarija, donde la farra es ya un problema de seguridad ciudadana.

Por eso no es de extrañar el hallazgo de cocaína en la FUL de la UPEA, y aunque las autoridades de esta entidad hablen de conspiraciones para “mancillar su prístina imagen”, parece que uno de los ingredientes del contexto violento y abusivo de esta y otras llamadas universidades es el consumo y tráfico de sustancias controladas.

O se toman medidas radicales para poner fin a este desastre, o quien sabe haya que denominar “Max Mendoza” al sistema, en honor a la verdad.

Gisela Derpic Salazar es abogada.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad de la autora y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.