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a decisión de suspender la subvención a los hidrocarburos mediante el Decreto 5503 fue valiente e histórica. Además, abrió un escenario de conflictividad social altamente previsible. No se trata de un problema técnico, sino de un conflicto político, distributivo y simbólico, donde el impacto económico directo se combina con percepciones de injusticia, pérdida de derechos adquiridos y desconfianza histórica hacia el Estado.

En este contexto, la pregunta central no es si habrá conflictos, sino cómo administrarlos antes de que escalen hacia bloqueos prolongados, paralización económica y crisis de gobernabilidad profunda. Distinguir qué es un conflicto real es fundamental, antes de imaginar únicamente una inestabilidad difusa.

El primer error habitual del Estado es tratar toda reacción social como “conflicto político organizado”, cuando muchas veces se trata solamente de ansiedad económica, temor a la inflación, expectativas incumplidas y narrativas de pérdida acumulada (sobre todo para la delincuencia vinculada al contrabando de hidrocarburos).

El Gobierno debe identificar con precisión qué sectores están objetivamente afectados (los transportistas por supuesto, sectores populares urbanos, agroindustria, comercio); qué actores politizan el malestar y en qué territorios el conflicto puede escalar rápidamente.

No toda protesta inicial requiere represión, ni tampoco una negociación inmediata; muchas necesitan información clara, señales de previsibilidad y rutinas de decisión creíbles. Hay que “anticipar” cuáles son y dónde están las cadenas de escalamiento.

La experiencia boliviana demuestra que los conflictos por precios y subsidios siguen una lógica conocida: a) anuncio técnico sin pedagogía social; b) reacción emocional y rumores; c) movilización sectorial; d) articulación política del conflicto y e) pérdida de control estatal.

Por lo tanto, el Estado debe implementar un sistema de monitoreo, análisis y alerta temprana, orientado a detectar dónde están los puntos de ruptura; anticipar alianzas entre actores sociales y políticos, así como activar negociaciones antes de un “bloqueo total”.

La clave es intervenir en la “fase temprana”, cuando aún existen incentivos para negociar. La producción de conocimientos y una narrativa pública es el gran desafío, pues la suspensión de la subvención no puede presentarse únicamente como una medida fiscal inevitable.

En consecuencia, se requiere información transparente sobre el costo real de la subvención, por ejemplo, cuáles son los escenarios comparativos (mantener la subvención versus el hecho de desmontarla gradualmente), y cuál es la explicación de los costos, en caso de no hacer nada.

Sin una producción sistemática de conocimientos públicos desde el Gobierno, el vacío será ocupado por discursos simplificadores que alimentan la protesta. Aquí, el Estado debe asumir que la “persuasión” es parte de la política pública, no un accesorio comunicacional. En consecuencia, es vital la capacitación y la identificación de negociadores adecuados.

No todos los conflictos se negocian con las mismas herramientas, ni con los mismos actores. El Gobierno debe definir qué tipo de negociadores se van a utilizar, cómo son los equipos técnicos, los aparatos políticos, o grupos mixtos; en qué nivel territorial (nacional, departamental, municipal), y con qué márgenes reales de concesión.

Negociar no significa retroceder, sino administrar intereses contrapuestos evitando que el conflicto se transforme en una disputa de todo o nada. Así, se presenta como algo de suma importancia la asesoría técnica y las medidas de amortiguación.

Para evitar el colapso social, el Decreto 5503 debe ir acompañado de lo siguiente: a) mecanismos de compensación temporal; b) esquemas de transición gradual; c) apoyo focalizado para los sectores vulnerables. Estas medidas no son concesiones políticas, sino instrumentos de gobernabilidad.

Un ajuste sin amortiguadores es una invitación al conflicto prolongado, por lo que se necesita convivir con el involucramiento y participación selectiva de la sociedad civil. No toda sociedad civil es aliada, ni enemiga. El Estado debe identificar a los actores con legitimidad territorial, a las organizaciones con capacidad de contención, y los liderazgos mudos que están dispuestos a un trabajo pacífico y respetando los liderazgos dispuestos a negociar soluciones intermedias.

Asimismo, se deben incorporar a estos actores porque sus acciones fortalecen la autoridad estatal, en lugar de debilitarla, siempre que el centro de decisiones permanezca en el gobierno.

Es fundamental que se tengan en mente dos objetivos centrales: preservar la gobernabilidad y evitar cualquier explosión donde haya muertes. La suspensión de la subvención no debe evaluarse solo por su impacto fiscal, sino por su “costo político y social”.

Por lo tanto, el objetivo estratégico no es imponer la medida a cualquier precio, sino preservar la gobernabilidad, evitar la escalada de violencia y sostener una rutina de decisiones legítimas. Un Estado que sabe negociar no es débil, sino que tiene una estrategia de negociación, la cual tendría que ser previsible, racional y eficaz.

El Decreto 5503 no es únicamente una decisión económica. Se trata de una prueba de capacidad política, ya que administrar los conflictos con previsión, conocimientos y negociación inteligente, permitirá evitar que una medida necesaria derive en una crisis evitable. La transformación de los conflictos no elimina la tensión social, pero la convierte en una gobernabilidad posible.

La “gestión política” del conflicto es lo más trascendental debido a que exige una conducción estratégica y la búsqueda de legitimidad. Desde un marco metodológico, la gestión política implica asumir que el conflicto no es una anomalía, sino un componente normal de la vida democrática.

El rol del Gobierno es conducirlo, no negarlo ni exacerbarlo; esto supone una definición clara de objetivos políticos. El Gobierno debe tener absolutamente claro qué es negociable sobre el Decreto 5503 y qué no lo es. La ambigüedad alimenta expectativas irreales y radicaliza posiciones.

La lectura fina de los actores y las correlaciones de fuerza es también imprescindible. No todos los sectores tienen el mismo poder de bloqueo, ni la misma legitimidad social. La negociación debe priorizar a quienes pueden contener o escalar el conflicto. El uso estratégico del tiempo contribuye a apresurar las decisiones que pueden detonar estallidos; demorarlas indefinidamente también. La gestión política eficaz administra los tiempos del conflicto.

Por otra parte, la construcción de una narrativa política racional muestra que no basta con explicar cifras. Se requiere una narrativa que reconozca los costos sociales profundos, que asuma responsabilidades estatales y proyecte un horizonte de transición creíble. La gestión política exitosa no busca aplausos inmediatos, sino evitar que el conflicto se vuelva ingobernable.

Finalmente, se tiene que construir la “gestión institucional”: coordinación, previsibilidad y capacidad operativa. La gestión institucional del conflicto es lo que permite que la política no colapse frente a la presión social. Aquí, el Estado debe demostrar una coordinación interinstitucional real; que los Ministerios, fuerzas del orden, entes reguladores y gobiernos subnacionales actúen bajo un mando político claro, evitando mensajes contradictorios.

Esto requiere un conjunto de protocolos de negociación predefinidos. No se puede improvisar mesas de diálogo en medio de un bloqueo total. Deben existir protocolos claros para abrir las negociaciones, para identificar a los interlocutores válidos, así como desarrollar los mecanismos de verificación de acuerdos. La capacidad técnica al servicio de la negociación demanda la obtención de datos fiscales, energéticos y sociales que respalden la negociación. Sin soporte técnico, cualquier mesa de diálogo se convierte en un intercambio emocional sin salida.

Las instituciones son los amortiguadores del conflicto. Un Estado fuerte no reprime primero, sino que contiene, canaliza y dosifica. Las instituciones deben absorber las presiones sociales sin desbordarse. La debilidad institucional convierte cualquier negociación en una capitulación; por lo tanto, la fortaleza excesiva del Ministerio de Gobierno sin política la convierte en autoritarismo.

Franco Gamboa Rocabado es sociólogo político y catedrático Fulbright de Ciencias Políticas.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.