Imagen del autor
E

conomistas, abogados, periodistas, comerciantes, educadores, taxistas y más se atribuyen hoy los rimbombantes títulos de analistas, politólogos, expertos y consultores. Tienen la receta mágica que no se le había ocurrido a ninguno de los ciudadanos de a pie, sientan cátedra y lanzan datos. Estos nuevos profesionales se han multiplicado en este periodo previo a las elecciones generales.

En una sociedad donde las redes sociales han derrotado en varios campos a los medios de comunicación serios, son campeones en las primicias, han impuesto la celeridad, convirtieron el rumor en veracidad, imponiéndose por la difusión masiva de la noticia en cuestión de minutos.

No se trata solamente de información errónea; ahora, empieza a hacerse común la desinformación con fines vedados. Si alguien difunde una cifra que no corresponde, porque no ha escuchado bien, eso es desinformación; pero si alguien afirma que los manifestantes de un político sumaron tres y medio millones, esa es una desinformación falsa difundida deliberadamente. Si fuera así, la cabeza de la manifestación estaría en el centro paceño y los últimos estarían saliendo de Cochabamba.

Esta desinformación recibe el nombre “fake news”. Son informaciones falsas, manipuladas que se presentan como noticias verídicas y de último momento; sirven para engañar, confundir e influir en la percepción de los receptores, que en muchos casos multiplican la falsedad. 

Hoy es más fácil desinformar que antes, cuando se tenían periódicos serios, medios televisivos y radiales que se ganaron el respeto, porque el trabajo era más sosegado y planificado; buscaban la contraparte o testigos que confirmen determinada noticia. Además, el lector o televidente tenía la oportunidad de reclamar por una mala información. Hoy ¿quién puede reclamar a un guerrero digital por difundir una diatriba? Las grandes plataformas necesitan buenas normas si quieren frenar la desinformación; en algunos casos debería limitar el alcance de cuentas o incluso bloquearlas.

Gracias a la Inteligencia Artificial, las fotos, en particular, se pueden falsificar muy rápidamente. Por ejemplo, si los políticos aparecen con una expresión facial muy distorsionada, es probable que las imágenes estén manipuladas. Abundan los calificativos descalificadores, los falsos antecedentes de los candidatos, las supuestas denuncias y hasta declaraciones falseadas. Generalmente, quienes apelan a esta tarea utilizan perfiles falsos, cuentas falsas y borran sus datos personales. Como si fuera poco, constatamos la aparición de opinadores que tienen una trayectoria servil al jefe del partido, justificando todos sus discursos y aclarando las “metidas de pata” del jefe. Éstos reciben su paga de quienes los contratan y están prestos a entrevistarlos cuando los políticos lo requieren exigiendo preguntas “a la carta”.

Son contados los profesionales los que estudian los datos estadísticos, encuestas y opiniones vinculadas con el ámbito político, para tratar de predecir las tendencias políticas o eventos que se desarrollarán en el futuro y emitir su opinión, apelando a un lenguaje pedagógico. Se abstienen de emitir juicios categóricos.

Otros asesoran a los políticos a formular políticas públicas que puedan resultar populares entre la población y les recomiendan abstenerse de tomar caminos que han resultado improductivos en el pasado. Son los que estudian el contexto histórico, las necesidades actuales y las tendencias existentes, las experiencias del pasado y conocen los problemas centrales.

Éstos pocos, suelen ganarse el respeto de la sociedad que gusta de la lectura, de la opinión equilibrada y de la capacidad de consensuar. Tal vez por ello se entienda que los candidatos apelen a los viejos opinadores, a los que tienen largo recorrido, aunque hayan sido diletantes en su ideología y no confíen tanto en las nuevas generaciones, menos contaminadas, más entusiastas y que piensen más en el país que en el cargo. Éstos deberían tomar la posta del viejo periodismo, amante de la verdad antes que de la primicia y la velocidad.

Como decía Nietzsche en su libro Aurora: Un libro como este no tiene ninguna prisa; además, tanto mi libro como yo, somos amigos de la lentitud. Es que la filología es el arte venerable que exige ante todo una cosa de quienes la admiran y respetan que es, situarse al margen, tomarse tiempo, aprender la calma y la lentitud, al ser el arte y el saber del orfebre de palabra, que ha de realizar un trabajo delicado y cuidadoso y nada logra si no es con tiempo de lentitud.

Ernesto Murillo Estrada es filósofo y periodista.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.