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xisten dos teorías que han modificado de manera radical nuestra percepción del mundo, desde principios del siglo XX. Una es la mecánica cuántica, la otra la teoría de la relatividad.

Un poco, muy poco antes de que estas teorías revolucionarias hicieran su aparición, transformando no sólo nuestra visión de la realidad, sino también nuestra manera de pensar, se creía que se había logrado descubrir todos los misterios de la naturaleza, que se había llegado a conocer todos sus secretos, que el mundo ya no tenía nada más que revelarnos.

Así, el entonces presidente de la Royal Society , William Thomson, más conocido como Lord Kelvin, un destacado científico de la época, a quien se deben trabajos señeros en el campo de la electrodinámica, de la electricidad, de la hidromecánica, y a cuyo nombre está asociada la unidad de temperatura de la escala creada por él, sobre la base del grado Celsius, que establecía el cero absoluto, propuso, ya que todas las leyes de la naturaleza, al parecer de la ciencia de esa época, habían sido descubiertas y ya que no quedaba nada más por descubrir, dar por finalizada la investigación científica, y clausurar la misma. Eso a finales del siglo XIX.

Pero casi inmediatamente después, al iniciarse el siglo XX, un joven físico alemán, Max Planck, dio comienzo a una completa transformación del concepto de realidad que se tenía hasta entonces. Con su formulación de la idea de que la energía no se propaga de manera continua, sino por medio de cantidades discretas, a las que llamó “quantums”. Se abrió paso a lo que se conoce como “mecánica cuántica”. Algunos jóvenes y descollantes físicos se agruparon en torno a esa teoría y la desarrollaron con una celeridad y maestría asombrosas. Entre ellos hay que contar a Niels Bohr, el físico danés, a Werner Heisemberg, dotado con una excepcional inteligencia, a Paul Dirac, el científico inglés, uno de los más jóvenes galardonados con el premio nobel de física, a Erwin Schröndiger, célebre por la paradoja del gato que está muerto y vivo a la vez, y a otros jóvenes científicos ardientes de innovación. Aunque con muchas dudas, en medio de gran incertidumbre, Max Planck impulsó sus ideas sabiendo que eran correctas, pero sin contar con la prueba que les asignara una validez indudable. Las había introducido, dijo mucho más tarde, “llevado por la desesperación”. A pesar de sus dudas presentó su trabajo ante la Sociedad Física de Alemania, el 14 de diciembre de 1900, en una conferencia publicada posteriormente en las actas de dicha sociedad. Desde finales de 1900 hasta 1905 el concepto de quantum (cuántico) permaneció en el olvido. Sólo un hombre se lo tomó en serio.
El 17 de marzo de 1905, tres días después de cumplir los veintisiete años, Albert Einstein, que en ese entonces vivía en Berna, la capital de Suiza, publicó en la prestigiosa revista científica de la época: Annalen der Physik, ese año, 1905, tres artículos, cada uno merecedor del Premio Novel. En su particular “Annus mirabilis”, (año milagroso), uno de sus tres artículos, proporciona los fundamentos de la mecánica cuántica, dice, Einstein, que la luz está hecha de “paquetes” de partículas de luz, a las que ahora se las conoce como fotones. En la introducción escribe Einstein:

“Me parece que las observaciones asociadas con radiaciones de cuerpos negros, fluorescencia, la producción de rayos catódicos por rayos ultravioletas, y otros fenómenos relacionados con la emisión o transformación de la luz, son mejor entendidas si se asume que la energía de la luz está distribuida discontinuamente en el espacio…que consiste en un número finito de quanta de energía…que pueden ser producidos y absorbidos como unidades completas.”

Pero los físicos no recibieron la idea de Einstein con los brazos abiertos. Planck y otros de enorme talla encontraron graves objeciones al concepto de quanta (cantidades) de luz. Objetaron que eso entraba en contradicción con la teoría ondulatoria de la luz de Maxwell. Pensaban que se trataba de una extravagancia juvenil imaginada por un joven excepcionalmente brillante. Pero finalmente se evidenció que la luz al chocar contra un metal arrancaba electrones de su superficie, y al aumentar la frecuencia de la luz mayor sería el impacto, por lo que los electrones se desprenderían con mayor energía. A eso se llamó “el efecto fotoeléctrico”, o liberación de los electrones de los metales gracias a la luz. Por este descubrimiento se le concedió a Einstein el Premio Nobel de Física, en 1921. Los años que pasó en Berna, como empleado de la Oficina Suiza de Patentes, le habían resultado ser, asombrosamente productivos, milagrosos y hasta salvadores.

Pero los años anteriores a 1905 fueron de muchas dificultades para Einstein. En el Politécnico de Zurich le costaba mucho estudiar algo que no le interesaba, la mayor parte del tiempo la pasaba solo, realizando experimentos y estudiando las obras de los grandes científicos y filósofos. Se cuenta que algunas de estas obras las leía junto a su compañera Mileva Maric, de origen serbio, con la que más tarde se casaría. Las clases le parecían un estorbo, acudía a ellas esporádicamente y con poco entusiasmo. Finalmente obtuvo el título de físico en 1900.

Pero después de la obtención del título parecía que nada le salía bien. Su franqueza y su desconfianza frente a la autoridad le habían granjeado la antipatía de los profesores. Logró sobrevivir gracias a trabajos esporádicos que iba encontrando, como realizar cálculos o enseñar en una escuela o dar clases particulares.

En 1901 escribió a un amigo: “Por lo que me dicen, no gozo del favor de mis antiguos profesores, y hace tiempo que podía haber conseguido un puesto como auxiliar en la universidad…” Intentó, a través de cartas que envió a destacados docentes de la universidad, obtener un puesto, pero sus intentos fracasaron rotundamente. Hasta que su amigo y compañero de clase, el matemático suizo, Marcel Grossmann, muy preocupado por su situación, habló con su padre sobre los problemas de Einstein, y el padre recomendó encarecidamente a Einstein ante su amigo Friedrich Haller, director de la Oficina Suiza de Patentes, en Berna. Después de una entrevista larga de más de dos horas, Haller le ofreció un puesto provisional en la Oficina de Patentes, pero como no había en ese momento ninguna vacante, y dado que la ley exigía que los puestos se cubrieran mediante convocatoria pública, Einstein tuvo que esperar, sobreviviendo como pudo. En diciembre de 1901 se produjo una vacante, La convocatoria apareció en el Boletín Oficial, y Einstein solicitó de inmediato el puesto. Por fin, el 23 de junio de 1902, Einstein empezó a trabajar en la Oficina de Patentes en Suiza, en calidad de experto de tercera clase, con un sueldo modesto. Pero tenía un empleo. Estaba encantado de verse libre de un mundo académico hostil que parecía no aceptarle. Gracias a su amigo Marcel Grossmann había conseguido un refugio en el que podía trabajar tranquilamente, pero con pasión, en sus ideas. Y, de esta manera, pudo, siendo empleado de esa oficina, redactar en 1905 esos tres artículos que causaron una verdadera revolución en la ciencia. Otro de esos artículos trataba sobre lo que se llamó la Teoría especial de la relatividad, que invalida la idea de simultaneidad, la del espacio y tiempo absolutos de Newton. Diez años más tarde, redactó la Teoría de la relatividad general, que tiene que ver con la naturaleza del campo gravitatorio.

En la primera mitad del siglo XX, Einstein describió cómo actúan el espacio y el tiempo, mientras que Niels Bohr y sus discípulos capturaron en ecuaciones la extraña naturaleza cuántica de la materia.

Se afirma que, mientras la llamada mecánica cuántica es obra conjunta de varios físicos de primer rango, la teoría de la relatividad especial, o restringida, y de la relatividad general, es obra de un solo hombre: Albert Einstein.

José Luis Toro Terán es periodista y abogado.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.