
s fundamental examinar dos expresiones contemporáneas del cinismo económico en Bolivia: el caso individual de Juan Pari, un exfuncionario bancario que defraudó al Estado en 2017, junto con el caso estructural representado por los hijos del expresidente Luis Arce Catacora, acusados de articular redes de negocios privados mediante el acceso privilegiado al poder.
El “capitalismo de camarilla” se ha transformado en una lógica de apropiación sistémica del aparato estatal, anulando las condiciones mínimas para el desarrollo, la competencia y el mérito. En Bolivia, la élite informal mediocre conformada por Luis Marcelo Arce y su hermano, Rafael Ernesto, no solo capturaron el Estado, sino que también secuestraron el futuro de nuestra sociedad.
En el país, el cinismo es una forma de dominación. En los regímenes marcados por la desinstitucionalización progresiva del Estado y la corrupción como norma de gestión, el cinismo deja de ser un desvío moral, para convertirse en una tecnología de poder. Bolivia, entre 2006 y 2025, fue el escenario de múltiples expresiones de esta lógica. El más emblemático de los casos individuales ha sido el de Juan Pari, quien saqueó las arcas del Banco Unión, creyendo que podía insertarse en el circuito empresarial mediante capital, simplemente robado.
Pero más inquietante aún es la emergencia de una camarilla empresarial conformada por los propios familiares del poder presidencial, en particular, los hijos Arce Catacora. Estos deben rendir cuentas, ser sometidos, de inmediato, a una investigación de fortunas y transparentar todos sus ingresos.
En un análisis más detenido sobre este contraste entre los hijos de Arce y Pari, se halla una indignante paradoja. Mientras que Pari fue condenado como un símbolo del delito financiero, los herederos del poder político operaron a plena luz del día, protegidos por un aparato de impunidad. Ambos representan formas de cinismo, pero de distinta magnitud y consecuencias.
Juan Pari fue el típico ignorante avezado que quiso ser el “emprendedor” de la ilegalidad. Joven funcionario del Banco Unión, logró desfalcar más de 37 millones de bolivianos en un lapso de meses. Su caso revela una dimensión importante: la ilusión de que el dinero, aunque ilegal, podía legitimar una carrera empresarial.
Pari montó negocios, adquirió vehículos de lujo y tejió relaciones con actores privados, sin levantar sospechas durante largo tiempo. Este fenómeno puede leerse como la expresión marginal y desordenada de un sujeto que internalizó las lógicas del capitalismo, pero tirando a la basura el marco ético e institucional del mismo. Sin embargo, el castigo fue ejemplar.
Pari fue apresado, juzgado y condenado, de manera que su triste figura devino en chivo expiatorio de una sociedad necesitada de culpables visibles. La pregunta que surge es: ¿por qué no se aplica la misma vara para quienes cometieron delitos similares desde el centro presidencial del poder político?
La camarilla familiar de Luis Arce, representó al capitalismo falsificado de los hijos del presidente. En contraste con Pari, el accionar de los hijos de Arce se inscribe en una lógica de capitalismo de camarilla abiertamente ilegal (crony capitalism), una forma de economía política donde los vínculos personales, familiares o partidarios con el Estado sustituyeron la competencia, el mérito o la innovación como mecanismos de acceso al capital y al éxito económico.
La diferencia, de todos modos, es crucial. Mientras Pari operó desde los márgenes institucionales, los hijos de Arce actuaron desde el centro del poder. Tuvieron acceso privilegiado a información, contratos estatales y una protección política. Nunca se les conoció mérito propio, talento, capital inicial legítimo, ni trayectoria empresarial transparente. Su única credencial era el apellido y la influencia de Arce Catacora, con total desparpajo. Así, la noción de emprendimiento degeneró en parasitismo estatal.
Lo más alarmante es que este tipo de camarillas, no solamente corrompen el mercado, sino que aniquilan las bases del capitalismo real, entendido como un sistema de innovación, competencia y ascenso social basado en reglas. En vez de fomentar el desarrollo, estas elites informales lo inutilizaron sistemáticamente para llegar a ser millonarias gracias a la corrupción.
A través de ellas, el Estado no cumplió funciones redistributivas, ni promovió bienes públicos: se convirtió en una máquina de enriquecimiento privado, ilegal e ineficiente.
Vivimos en medio de la impunidad, el cinismo y la pérdida del futuro. Tanto Pari como los hijos de Arce compartieron una misma mentalidad: la creencia donde el dinero podía comprar silencio, impunidad e incluso prestigio. Sin embargo, hay una diferencia en escala y consecuencias: el cinismo del individuo termina en prisión; el cinismo estructural se transforma en norma social, en cultura política y en decadencia colectiva. Es lo que hay que combatir de manera férrea.
Lo que está en juego no es simplemente la legalidad de ciertas operaciones económicas, como la inverosímil compra de tierras por parte de Rafael Ernesto, sino el futuro del país. Cuando el ascenso económico se vuelve patrimonio de las familias del poder y el resto de la población es relegado a la supervivencia o al exilio económico, el contrato social del Estado democrático y el capitalismo verdaderamente emprendedor, colapsa.
El horizonte de desarrollo económico para beneficiar a las grandes mayorías, se esfuma. Se produce una fractura que no se resuelve con ajustes técnicos, sino con una reforma ética e institucional muy profunda.
Pero ningún crimen es perfecto. Ni el Estado es propiedad de una familia, ni el dinero inmoralmente tomado, se convierte mágicamente en mérito. Bolivia asiste a un proceso de degradación que sólo puede ser detenido, si se restablecen la legalidad y la responsabilidad pública. Los protagonistas de estas formas de cinismo económico deben rendir cuentas, ante la sociedad, la justicia y la historia.
Y si la justicia actúa con la misma vara, no hay duda de que el destino natural de quienes han saqueado al país —desde oficinas bancarias o desde la presidencia— debería ser Chonchocoro, no las portadas de revistas de negocios, porque no hay crimen perfecto. Solamente una fétida impunidad temporal.
Franco Gamboa Rocabado es sociólogo político y catedrático Fulbright de Ciencias Políticas.
El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.
