Imagen del autor
S

i Juan Evo Morales Ayma hubiera tenido un ápice de cultura cinematográfica —o de cualquiera más allá de su trompeta en banda— hubiera justificado muchas de sus acciones con Queimada, la genial película de Pontecorvo de 1969 con el gran Brando como el provocador agente británico Walker, y, como Walker, hubiera incendiado la isla Queimada y masacrado los esclavos africanos (y los criollos) para asegurar el poder británico.

Más de medio siglo después, Morales está dispuesto a incendiar el país, masacrar a quien se le enfrente y rendir de hambre al pueblo con un objetivo exclusivo: Regresar, a como dé lugar, al Poder, aquel Poder del que abandono en su cobarde huida cuando su fraude —¡sí!, fraude verdadero, fehacientemente comprobado— electoral despertó la indignación de más amplia en Bolivia. En su versión/no-versión de Queimada, Morales sustituye las casacas rojas de los soldados británicos por los ponchos de hordas clientelares —muy distintas de los indios de Raza de Bronce de Arguedas pero émulos de los barbáricos de Ayo Ayo— contratadas con dineros del narcotráfico (ahora que Venezuela, Ecuador y hasta Brasil no son ya caja chica del progresismo latinoamericano y que el Grupo de Puebla, con México de guía pero con el wokismo intelectual prebendalista y la gauche caviar huérfanos del socialismo 21, no son mucho más que estrategas de cambios) y con ellos bloquea el país para matarlo de hambre y saldar su angurria hambrienta de Poder: las víctimas (masacrados algunos) no son más que pretextos para propaganda de Evo y sus lacayos. Y de los falsos “salvadores” como Andrónico Rodríguez que justifica los bloqueos y la violencia con el siempre mendaz argumento de “demandas populares”. Lo paradójico es que se repite la violencia de 2019 cuando, impulsados por Morales y sus acólitos, grupos indígenas llegados de provincias y algunos pobladores alteños quisieron (con explosivos y munidos de armas de fuego) incendiar la planta gasífera de Senkata (con consecuencias catastróficas para los pobladores de esa ciudad) y fueron paralizados por la fuerza armada y la policía con el saldo fatal de una decena de fallecidos; la diferencia es que ahora, tras cinco víctimas mortales de la policía y pobladores (no bloqueadores) hasta el jueves pasado, los mismos —Arce y Del Castillo, entre otros— que por esos sucesos aprehendieron y acusaron de crímenes de lesa humanidad a la expresidente Áñez y a la cúpula militar de entonces, son los que han enviado recién a militares a apoyar a policía en contener y desbloquear; quizás para Morales, Cox y similares la vida de un uniformado vale menos de la un mercenario suyo y demuestran la falacia sigloveintiunera de que son “el pueblo uniformado”.

Esperando que, una vez más, la violencia se frene antes del punto de no-retorno (aunque el incendiario insistirá en ello mientras sus vecinos en el Chapare lo financien y le quede carne de bloqueo, que no “de cañón”) y llegamos a las elecciones de agosto y octubre con cinco partidos: APB-Súmate (con Reyes Villa de candidato), NGP (Nueva Generación Patriótica, por si no lo identifican de novato; con Tapia registrado y Dunn gravitando como sustituto anunciado “si completa requisitos”), MAS (Del Castillo), PDC (Paz Pereira) y MORENA (Copa), y cuatro alianzas: LIBRE (Quiroga), ALIANZA POPULAR (Rodríguez), UNIDAD (Doria Medina) y LA FUERZA DEL PUEBLO (ahora Fernández porque se quedó “con los crespos hechos” cuando no pudo “vender” UCS para la candidatura de Rodríguez, quizás por muy ambicioso). Para entender estas candidaturas, es urgente ubicarlas. Días atrás estuve en la excelente disertación sobre el panorama de la política nacional que mi docto amigo Manuel Suárez Ávila dio en el marco de las Charlas Magistrales del Instituto de Estudios Teológicos y retomaré —con mis muy leves diferencias de concepto e identificación— su análisis para el presente empezando desde finalizada la Guerra del Chaco.

Concuerdo con Suárez Ávila que el pensamiento liberal/conservador (que rigió, con variantes, entre 1880 e, incluso, hasta la Guerra del Chaco), dio paso después de la Guerra a una larga continuidad (con pocas excepciones de secuencia) de gobiernos y movimientos nacionalistas, que dividiría en diferentes corrientes y comenzaría con la primera gran herencia del mazazo que fue la Guerra: el nacionalismo-militar (un nacionalismo socialista “boliviano” que no era marxistaleninista) entre 1936-1946 (Busch, Toro, Quintanilla, Peñaranda hasta Villarroel), etapa que —en la práctica— marcó el final del período de los partidos políticos e inició el de los movimientos políticos como agrupaciones (corporaciones) de sectores de intereses comunes (gremiales, campesinos del Altiplano o de la Chiquitania, entre muchos más) que han marcado básicamente la política nacional hasta hoy. Lo importante es que —concuerdo con Suárez Ávila— entonces comienza la historia de los nacionalismos bolivianos, la de los movimientos en lugar de reales partidos a la que adiciono, de complemento ineludible, la de los líderes: los caudillos. (La etapa primera del nacionalismo-militar fue seguida por un intermedio entre 1946-1952 de gobiernos con perfiles —y partidos— muy conservadores: Guillén, Monje, Hertzog, Urriolagoitia, Ballivian).

La siguiente etapa, la del nacionalismo revolucionario que, levantamiento popular por medio, derrocó al conservadurismo cívico-militar y trajo del exilio para el Poder a su líder/caudillo Paz Estenssoro en 1952, tiene una raíz muy sostenida (vía los pensamientos de Montenegro y Zavaleta Mercado) en la Revolución Mexicana y, sobre todo, en el período de gobierno de Cárdenas del Río. Fundado sobre estas bases ideológicas en 1942 y dentro del sacudón (principalmente para la juventud) que fue la Guerra del Chaco, el Movimiento (no partido) Nacionalista Revolucionario entre 1952-1964 primero hizo —entre otros muchos cambios sociales que ejecutó (Reforma Agraria, milicias populares)—: una ruptura con la falsa antinomia republicana de criollos-indígenas para terminar creando una asociación criollos-mestizos (cholos) donde los indígenas (recién descubiertos como individuos de derecho) aparecían de refuerzo. Lo interesante es que el MNR, concebido como nacionalismo revolucionario de izquierda, fue transformándose en otro nacionalismo no-revolucionario de derecha al final del período. Le siguió —tras golpe palaciego por medio—un nuevo período nacionalista militar que fluctuó entre el populismo protosocialista y socialista (Barrientos, Ovando, Torres) entre 1964-1971 y el populismo de derecha (Bánzer, Pereda, Padilla) entre 1971-1979.

El período que siguió (1979-1980) fue muy inestable: dos presidentes democráticos (en parte desgajes del MNR) y un golpista de 16 días, bastante indefinible dentro del nacionalismo militar. A éste le siguió otro ciclo militar (1980-1982), con un gobierno de derecha vinculado al narcotráfico (García Meza), otro de puente (Torrelio) y un tercero abriendo el espacio al retorno de la democracia (Vildoso).

La tan ansiada y demorada democracia llegó en 1982 con Siles Zuazo (había gobernado con el MNR en su primer período) con un renovado nacionalismo de izquierda casado con socialdemócratas y marxistas, un ménage à trois que terminó provocando la peor crisis socioeconómica —hasta entonces— de la historia de Bolivia. Le siguió el dicenio entre 1985 y 2005 con un nacionalismo de derecha (Paz Estenssoro nuevamente) que aplicó urgentes e imprescindibles recetas fuertemente liberales; un período que podemos llamar nacionalismo socialdemócrata (Paz Zamora); otro nacionalista neoliberal (Sánchez); le siguió uno nacionalista de derecha (Bánzer y Quiroga, combinación con mercado de los nacionalismos militares), tres indefinibles dentro del nacionalismo (Sánchez de nuevo, De Mesa y Rodríguez) hasta llegar al nacionalismo indianista (vendido como indigenista sin serlo) de Morales y, ya en decadencia, Arce, ambos con un engendro sigloveintiunero, movimiento que reunió (más o menos coyunturalmente) a muchos sectores: marxistas leninistas, estalinistas, troskistas, indigenistas, indianistas, LGTB, feministas, sindicalistas, guevaristas (incluso peronistas de izquierda y apristas, todos en un gran pastiche como, con otras palabras, mencionó Lazarte en 2002). Su fracaso en 2019 —extendido insepulto hasta hoy, 2025— marcó el impostergable fin del apogeo de los nacionalismos de diversa data.

Disculpándome por el gran recorrido por los diversos nacionalismos de la historia nacional, puedo ahora caracterizar las candidaturas de este año en tres conglomerados: uno “de izquierda” que mezcla todas sus variantes actuales: Copa, Del Castillo y Andrónico (éste sin despegarse en verdad del pezón nutricio de Morales, al que seguro añora); otro “de mercado”, ya no identificado plena o parcialmente (según el caso) con el nacionalismo, con Doria Medina (socialdemócrata de mercado, que puede caer en populismo) y Quiroga (liberal) —quizás junto con Dunn si logra postular. Quedarían unos intermediantes: Reyes Villa, Tapia (si no va Dunn) y Fernández, en matices de populismo y de populismo de mercado, y Paz Pereira indefinible, todos navegando entre la centroizquierda, el centro y la centroderecha.

Paciencia y paciencia.

José Rafael Vilar es analista y consultor político.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.