
or supuesto que hay diversas condicionantes adicionales al tema de la altura —conocidas por todos y debatidas hasta el hartazgo— que deben mejorarse estructuralmente en el fútbol boliviano: divisiones inferiores, canchas adecuadas para la alta competición, centros de alto rendimiento, segunda y tercera división nacional en permanente competencia, fair play financiero y tantas otras cosas que se dicen siempre y no se hacen nunca.
Esperemos que el paseo que se dieron en esta Copa América 2024 los dirigentes del fútbol boliviano, particularmente de la Federación Boliviana de Fútbol, les sirva para que, papel y lápiz —y si gustan al calor de unos vinos— tomen nota de lo que hacen otros países de forma distinta para evolucionar institucional y deportivamente a la par que lo hace el fútbol de la escena internacional, en vez de involucionar de manera sostenida como lo hace nuestro paupérrimo fútbol nacional. Esperanzas de que se pongan la mano al pecho, siempre habrá.
Pero no es el tema. Hablando de cosas distintas que casi se dan por sentadas, pero que son necesarias debatirlas, está la forma en que la Selección nacional se prepara para competiciones internacionales pensando en la altura de La Paz como un recurso, como un factor de ventaja comparativa y competitiva que, incluso, para gran buena de los bolivianos, particularmente del occidente, se ha convertido en una cuestión de patria (patrioterismo, más bien), de dignidad nacional e incluso de reivindicación de Derechos Humanos (“se juega donde se vive”). Tal es el uso absurdo y desmedido de este argumento falaz que, en las últimas semanas, escuchamos la locura de algún prominente del fútbol nacional que sostuvo que ahora no solo jugaremos en La Paz, sino que nos iremos aún más arriba, a jugar a El Alto, para acrecentar esa “ventaja”.
Es menester, sin embargo, a la luz no solo de los resultados de esta Copa América, sino del nivel futbolístico que venimos mostrando en la alta competición internacional, preguntarnos cuánto bien le hacemos a nuestro fútbol autoengañándonos con el empecinamiento de jugar en la altura, cuando hace tiempo sabemos que, apenas salimos de La Paz, nos damos cuenta que lo que un partido antes quisimos usarlo como ventaja, y que encima con frecuencia ni nos sirve, se convierte después en nuestra mayor limitación, porque somos incapaces de hilvanar 3 pases seguidos en canchas del llano, donde juegan el 99% de los equipos y selecciones de otros países.
El razonamiento y las preguntas son sencillas, pero a la vez peligrosas en un país apegado a la polarización permanente y la hipersensibilidad ante temas regionales o incluso étnico-culturales; sin embargo, me arriesgo a hacerlas: ¿No es más coherente prepararse lo mejor posible y exigirse al máximo en condiciones climáticas similares a las que juegan la mayoría de nuestros adversarios? ¿Debemos seguir soñando con una Selección del 93 que nos llevó a un Mundial con jugadores de la liga local, cuando en el fútbol de hoy no existen selecciones competitivas que no tengan a casi todos sus jugadores en ligas extrajeras de primer nivel, jugando a nivel del mar o alturas similares? Si estamos conscientes de que la salida para mejorar nuestro futbol es exportar jugadores a ligas extranjeras (exportar o morir, diríamos los economistas), ¿cómo podemos traer a nuestros jugadores a competir en la altura si su metabolismo ya está acostumbrado al llano que es donde -se supone- juegan? ¿No es, entonces, un daño a nosotros mismos?
Es momento de pensar en nuevas estrategias que nos saquen de la involución futbolística y nos pongan a la par de las cada vez más rápidas vorágines progresivas del fútbol internacional, como lo vienen haciendo todos los países de la región y ahora del continente (perder casi por goleada contra Panamá hace un par de años habría sido tan impensable como vergonzoso). Sin duda alguna, la altura del Hernando Siles y el daño que le hace a nuestra Selección en el contexto del fútbol moderno debe ser un elemento de debate sincero y objetivo, abstraído de fundamentalismos y de visiones dogmáticas que nublan las ideas y limitan las propuestas. Así entonces, discutamos sobre la altura, pero en serio… ¡y que arda Troya!
Ronald Pereira Peña es economista.
El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.