
ailamos. Lo hacemos antes de nacer. Danzamos en el líquido amniótico, y somos como la “bailarina de agua transparente”, del poeta Nicanor Parra.
La frase describe a la perfección a quienes cultivamos el arte de la danza. A los que expresamos nuestras emociones con movimientos.
Bailamos y flotamos. Bailamos y nuestro cuerpo siente en cada molécula la vibración de la música, y simplemente se mueve.
Cada 29 de abril se celebra el Día Internacional de la Danza. Fecha elegida por la UNESCO en 1982, coincidiendo con el natalicio de Jean-Georges Noverre, considerado el creador del ballet moderno y el gran teórico del ballet de acción. Dijo que “la danza debe ser natural y expresiva más que técnica y virtuosa”, es por eso que es el papi de la danza moderna. De ahí saltamos a la danza contemporánea, que es arte y un medio de expresión cultural.
Balanchine, Graham, Tharp, y Pina Bausch, son los gigantes pilares que sostienen a la danza contemporánea. En Cochabamba está la Melo Tomsich. Ella fundó el Estudio de Danza Contemporánea que lleva su nombre, en 1978. Allí comenzamos las nenitas fundadoras. Allí se encendió el fuego del movimiento. De la danza. De crear con pasión y energía lo que las palabras no alcanzan a decir.
Dejamos libre a nuestro ser interior, para tratar de cautivar al público, con el movimiento.
Sueltas, libres, interpretando ritmos. Fue imparable. Luego nacieron otros estudios de danza.
La motivación es la misma: queremos usar a nuestro cuerpo como medio de expresión.
Y tú quizás te preguntas: ¿para qué ir a ver danza?
Ir a ver danza contemporánea puede enriquecer tu experiencia artística, ya que te permite conectar con la expresión del cuerpo y la mente a través del movimiento. Es una forma única de ver el mundo y los sentimientos, y una oportunidad para desafiar tu percepción de la danza.
Si alguna vez sentiste que algo dentro de ti se ahogaba buscando una forma de salir, ven a ver danza contemporánea. No para entenderlo todo, sino para sentirlo todo. Mira esos cuerpos que narran sin palabras lo que tantas veces guardamos por miedo o por pudor. Permítete conmoverte, quebrarte un poco, y recordar que sentir —así, intensamente— sigue siendo un privilegio.
Y luego, cuando la emoción aún te esté temblando en las manos, da un paso más. Atrévete a bailar. No como lo hacen los virtuosos, sino como lo hacen los valientes: torpemente, auténticamente, desobedeciendo a la vergüenza. Deja que tu cuerpo, con todas sus cicatrices y victorias, vuelva a ser instrumento de vida. Una vida que no pide permiso, que no exige perfección, sólo presencia.
Porque en el fondo, bailar es volver a ser agua: transparente, libre, invencible. Es decirle al mundo, con cada músculo y cada lágrima: “Estoy aquí. Estoy vivo. Y eso basta.” Así que, ¿qué estás esperando? El escenario del mundo ya te llama. Y créeme: la música —tu música— ya ha empezado a sonar.
Puedes seguir sentado, a salvo, criticando lo que no entiendes. O puedes moverte. Saltar el abismo entre el juicio cómodo y la emoción real. A fin de cuentas, nadie recuerda a las estatuas por cómo aplaudían.
Bailar no es un acto reservado a los iluminados. Es una rebelión íntima contra la rigidez, contra el miedo, contra la absurda seriedad de quien olvida que, antes de caminar, ya sabíamos flotar.
Mónica Briançon Messinger es periodista.
El presente artículo de opinión es de responsabilidad de la autora y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.